Les ha faltado tiempo a algunos para, sacando pecho, decir que la Iglesia es la única institución que combate la pederastia. No estoy muy convencido de que, justo cuando se acaba de clausurar la cumbre antiabusos, ese sea el camino a recorrer, cuando apenas hemos iniciado la marcha y da la sensación de que los hay que se han cansado antes de haberse puesto en pie.
Es cierto que hay que estar muy convencido de querer llegar a ese lugar cuando convocas una cita inédita como esta y te expones a que las víctimas narren, sin poner paños calientes, las vejaciones que han sufrido. Y que lo hagan a puerta abierta, que ese horror sea difundido y que, además, tú promuevas que eso sea posible. Me imagino a quienes han criticado el documental Examen de conciencia mirando a la cara todo aquello que no habían querido ver.
Escuchar a las víctimas sin mirar el reloj. Esa es una de las lecciones que se traen aprendidas los eclesiásticos que han participado en esta histórica cumbre. Apenas una semana antes, los supervivientes mediáticamente más conocidos en España se quejaban de que no habían conseguido que nadie les diese hora en sus agendas pastorales.
Poco habríamos aprendido del encuentro vaticano si solo nos sirviera para centrarnos en señalar a los que aún no han levantado sus alfombras. La política del ‘y tú más’ en la que nos adentramos en este tiempo electoral, no casa con quien se ha arrogado la primacía moral.
La Iglesia, también en España, tiene que dar pasos claros contra los abusos. Crear una delegación diocesana la víspera de que se inaugure la cumbre es haber esperado mucho. Ya no hay excusa. Por ejemplo, para salir directamente al encuentro de esas víctimas y ser uno mismo quien les pida ser recibido. ¿Por qué no?