Cuando a Jesús le preguntan cuantas veces hay que perdonar, su respuesta desconcierta a los discípulos: “Hasta setenta veces siete”. Si le hubieran preguntado cuántas veces hay que pedir perdón, es fácil suponer la misma respuesta: “Setenta veces siete”. Siempre.
En nuestros días, observamos cómo la Iglesia debe reiteradamente pedir perdón por los errores, pecados, o crímenes, de muchos de sus miembros; y vemos también que debe hacerlo ante un mundo que no tiene misericordia, que es implacable e incapaz de conmoverse ante ese arrepentimiento. Aquellos que no están dispuestos a perdonar encuentran siempre una excusa, siempre falta algo, nunca es suficiente. Ya se trate de los abusos sexuales o de las complicidades con las dictaduras, o con algún error cometido ayer o hace varios siglos; en cualquier caso, el pedido de perdón cae sin remedio en un pozo profundo y rebosante de heridas abiertas, o lleno de un resentimiento y un rencor cuidadosamente cultivados.
Cuando alguien pide perdón lo hace con la esperanza de recibir del ofendido un gesto o una palabra de respuesta que restablezca la relación que se rompió y de esa manera superar lo pasado. Pero si eso no ocurre, si el perdón no es aceptado, solo se puede reiterar el pedido, con renovada humildad, las veces que sea necesario. En nuestros días, ese es el espectáculo que ofrece una Iglesia arrepentida y suplicante. La imagen de la institución eclesial que circula ahora por los medios de comunicación y las redes sociales se asemeja a la de aquella mujer que se presenta en los evangelios como condenada a la lapidación por haber sido “sorprendida en adulterio”. Solo falta en la escena aquel que la libera sin decir que la acusada es inocente: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”; “en adelante no peques más”.
Lugar para el perdón y la misericordia
Lo que ocurre hoy no es una novedad, en todos los tiempos podemos encontrar ejemplos de quienes suplican misericordia frente la indiferencia de sus verdugos. En el Evangelio de San Juan se habla de ‘el mundo’, como referencia a todas las personas que cierran su corazón ante Dios o ante los hermanos. En varias oportunidades, en el Nuevo Testamento, se habla también de los que detentaban poder en aquel tiempo, y se los describe como personajes que tenían corazones de piedra y no corazones de carne; el mismo Jesús los describe como sepulcros blanqueados, llenos de podredumbre. Ellos serán los que con mentiras llevarán al Maestro hasta la cruz. Es necesario recordarlo, fue en ese ‘mundo’, en el que no había lugar para el perdón o la misericordia, que el Señor anunció la Buena Noticia y la Iglesia dio sus primeros pasos.
En nuestros días es imposible saber, caso por caso, si las víctimas perdonan o no; pero si nos detenemos en lo que muestran los medios en general, incluso algunos que se presentan como cercanos a la Iglesia, nos encontramos con una ausencia absoluta de compasión. La ‘tolerancia cero’, más que referirse a los criminales, parece tener a la Iglesia en su conjunto como destinataria. Una y otra vez ella debe inclinarse ante el tribunal mediático suplicando un perdón siempre demorado, o negado, y que en ocasiones llega a ser ocasión de burla y menosprecio. ¿Hasta cuándo?
Es posible que sea tiempo de observar que quienes no son capaces de perdonar lo único que logran mantener vivos los crímenes y sus consecuencias; es tiempo de poner el acento no solo en la actitud de pedir perdón y reparar el daño, sino también en la necesidad de perdonar. Solo cuando llega el momento del perdón, que no implica suprimir la pena que corresponda, se logra superar definitivamente el sufrimiento.
Mientras tanto, después de siglos de ocupar ‘los primeros sitios’ en la sociedad, la Iglesia está siendo empujada hacia el ‘último lugar’. Quizás no sea una mala noticia. Quizás desde ese encuentro con un mundo despiadado y sin misericordia, se aprenda a ser misericordioso y, por fin, se abandone esa soberbia que está en el origen de la pesadilla que hoy nos avergüenza y conmueve. ¿Hasta cuando pedir perdón? Hasta setenta veces siete.