El profesor Miguel García-Baró repite en sus clases y conferencias que hay cosas que desearíamos que no conociese ni Dios. Acto seguido, cita a Kierkegaard. Pero no se queda ahí. Insinúa la posibilidad de perdón para el arrepentido. No automático. Todos sabemos que pedir perdón no es recibirlo, salvo en ocasiones contadas.
La pasada semana en clase planteé la posibilidad del perdón, incluso en casos muy radicales. Recordé a una compañera que hace años murió en Guinea Ecuatorial por el disparo de un soldado en uno de tantos controles. La madre, la misma tarde de enterarse, adelantó el perdón a aquel hombre que no conocía de nada. También hablamos del esfuerzo por la reconciliación que Julián Ríos Martín realiza desde el campo del derecho, entre víctimas y victimarios. Y cómo incluso el diálogo y la paz son posibles. Algún alumno puso, desde la experiencia familiar, algún ejemplo llamativo y muy directo de perdón. Otros dejaban ver sus lágrimas de deseo.
No es lo mismo pedir perdón que tener la responsabilidad de ofrecerlo. Ambos se ven en dos momentos evangélicos de especial tensión. Por un lado, la nunca conocida del todo parábola llamada del hijo pródigo. Una generación entera se ha entregado a la lectura de Nouwen y ojalá no se pierda. Por otro, un relato sobrecogedor (Lc 7,36ss) en el que una mujer interrumpe una cena (de varones) para arrojarse a los pies de Jesús, llorar, ungir sus pies con un perfume carísimo y secarlos con sus cabellos. No sabemos, ni siquiera si pudo mirar a los ojos al maestro o solo se quedó arrodillada contemplando el suelo y escuchando la escena.
El perdón, del que hablamos muy fácilmente, llega solo después de una serie de momentos que se agolpan entre sí. De una parte, hacer algo, ser consciente de lo que se hace y de las implicaciones que tiene, arrepentirse de lo hecho hasta el punto de desear sin engaño que no hubiera sucedido jamás, y seguir arrepintiéndose no solo de lo hecho sino de sus consecuencias imprevisibles en el futuro.
Ahí, solo ahí, cuando la acción se despliega más allá de sí misma en la historia hasta el infinito, descubrirse como alguien convertido en malo y deseoso de convertirse al bien, pero incapaz de alcanzarlo por sí mismo. Pedir perdón entonces, no ante cualquiera, sino ante quien puede cerrar lo vivido de manera personal, habiendo expresado lo que soy, siento y vivo, sometiéndome a su palabra decisiva. En ese momento, quizá llegue el perdón.
Lo descrito, amalgamado, sucede en la historia en todo momento. Siempre alguien, no pocos, toman conciencia del alcance no deseable de sus acciones y vuelven sobre sí para buscar que no pueden darse a sí mismos. El perdón responde a la lógica incierta del don que se nos da con la vida y que se complica mucho cuando empezamos a vivir seriamente.
Sorprende saber y contemplar que la Cruz sea ese símbolo absoluto y rotundo que, en todo momento, abraza al que se ve a sí mismo en esta situación. Conmueve religiosamente adentrarse en la Cruz como el lugar en el que el mismo Dios Encarnado y Sufriente adelanta el perdón que necesitamos, para que el arrepentimiento no se quede en el juicio de uno sobre sí mismo y se abra a la redención para la humanidad, para cada persona que sinceramente la abrace.