Con la ratificación de la XIX Enmienda a la Constitución, el 26 de agosto de 1920, en Estados Unidos fue aprobado el voto femenino: “El derecho de los ciudadanos de los Estados Unidos al voto no será negado o menoscabado por los Estados Unidos, ni por ningún estado, por motivos de sexo”. Eso fue hace apenas cien años.
En memoria del movimiento de las sufragistas
Apenas 100 años han pasado desde que las estadounidenses conquistaron este derecho que la historia les había negado y, con este motivo, se me ocurre que vale la pena recordador el papel que desempeñaron las sufragistas del movimiento de mujeres que durante más de un siglo de reclamos conquistó un cambio tan significativo, como fue el reconocimiento de la plena ciudadanía y participación política a las mujeres, como quiera que negar a la mujer el derecho al voto era perpetuar un estado lamentable de desigualdad social.
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Vale la pena recordar que el origen del movimiento sufragista se remonta a dos publicaciones a finales del siglo XVIII: una, la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana (1791) que hizo Olimpia de Gouges, francesa, para responder a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano aprobó la Asamblea Nacional Constituyente de Francia el 26 de agosto de 1789, sin tener en cuenta los derechos y la ciudadanía de las mujeres; la otra, Vindicación de los derechos de la mujer (1793), la hizo la inglesa Mary Wollenscraft en defensa del derecho de las mujeres a la educación y a la participación política.
Nuevas voces de mujeres hicieron eco en Estados Unidos a aquel primer grito feminista y debieron hacer ruido, casi un siglo después, porque Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Anthony fundaron en 1865 la Asociación Nacional por el Sufragio de la Mujer, cuando a las mujeres se les negó el derecho al voto mientras a los esclavos negros liberados sí les fue otorgado; y años después, en 1895, Lydia Becker y Millicent Fawcett fundaron la Unión Nacional de Sociedades para el Sufragio de las Mujeres.
Estos nombres –que Google me mostró– representan los reclamos de muchas, muchísimas mujeres que consagraron su vida a cuestionar la inequidad que representaba negar la plena participación ciudadana mediante el voto a más de la mitad de la humanidad. Inequidad que correspondía a la situación de las mujeres en la sociedad, a su condición de inferioridad frente a los hombres, a su marginación del espacio público que era propiedad exclusiva de los hombres, a su estado de subordinación y sujeción respecto al padre y al marido –o al confesor en el caso de las religiosas–. A todas ellas debemos el derecho al voto, es decir a las campañas por ellas desarrolladas para influenciar la opinión de los hombres, como también de mujeres que se sienten cómodas en el entorno patriarcal y no ven la necesidad de cambios.
El entorno patriarcal
En todo caso, los gritos de las sufragistas debieron enfrentar el rechazo del establecimiento patriarcal propio de una sociedad pensada por hombres y para los hombres, en la que las mujeres debían ser hechas a la medida de sus necesidades, como lo proponía Juan Jacobo Rousseau, en el siglo XVIII: “Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerlos, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida agradable y dulce; he aquí los deberes de las mujeres en todos los tiempos y lo que se les debe enseñar desde su infancia”, y proponía, además, que “al hablar con una muchacha conviene no asustarla acerca de sus deberes sino mostrarle que esos mismos deberes constituyen la fuente de sus placeres”.
Era la visión aristotélica acerca de la inferioridad femenina por naturaleza y la consiguiente superioridad de los varones y que el cristianismo adoptó: san Agustín, en el siglo V, identificaba al hombre de sexo masculino (andros) como el ser humano (homo) y, por consiguiente, el sexo ejemplar, mientras consideraba que la mujer era meramente su auxiliar biológico para la reproducción, opinión que santo Tomás, en el siglo XIII, repitió: “La mujer era necesaria como pareja para la obra de la procreación pero no para cualquier otra actividad como algunos pretenden, ya que para todas las demás obras el hombre está mejor ayudado por otro hombre que por una mujer”, y también consideraba que “la mujer es inferior al hombre”, que “el varón es más perfecto por su razón y más fuerte por su virtud”, que como consecuencia de su inferioridad, “la mujer necesita del varón no sólo para engendrar, como ocurre con los demás animales, sino incluso para gobernarse”.
Afortunadamente los tiempos han cambiado y otra es la situación de las mujeres, sin embargo es difícil transformar la mentalidad patriarcal respecto al lugar de las mujeres y su misión, que fue la que encontraron las sufragistas y la que encuentran las mujeres en los entornos patriarcales.
Historia del voto femenino
Volviendo al voto femenino, que es el tema de este blog, la obligatoria consulta en Google mostró que cuando las estadounidenses alcanzaron el voto, ya lo habían conseguido las australianas, en 1902, y las inglesas mayores de 30 años en 1918. Mostró también, entre otros datos, que después de las estadounidenses, pudieron acceder a este derecho las ecuatorianas en 1929; las españolas, en 1931, durante la II República, pero debieron esperar casi 50 años para poderlo ejercer; las turcas en 1934; las italianas en 1945 y las francesas en 1946; las indias en 1947 y, en 1948, fue aprobada por Naciones Unidas la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo artículo 21 reza: Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
El siguiente país en la lista es Colombia, donde en 1954 la Asamblea Constituyente aprobó la siguiente enmienda a la Constitución: “Las mujeres tendrán los mismos derechos políticos que los varones”, lo cual les permitió a las mujeres votar por primera vez en 1957, en el plebiscito que aprobó el Frente Nacional, una medida que intentaba superar la violencia política. Aunque la Constitución de la Provincia de Vélez, en 1853, había otorgado a las mujeres el derecho a elegir y ser elegidas sin que hubieran llegado a ejercerlo.
Heroico destino
Al fin y al cabo la opinión –que era la opinión de los hombres– no estaba preparada: “La mujer no necesita para cumplir un bello y heroico destino, de derechos políticos ni de esa emancipación e independencia quiméricas e imposibles que en su favor reclaman los novadores modernos”, escribió el colombiano Emiro Kastos en 1855, opinión que compartía José María Samper, otro escritor colombiano: “La mujer no ha nacido para gobernar la cosa pública y ser política, precisamente porque ha nacido para obrar sobre la sociedad por medios indirectos, gobernando el hogar doméstico y contribuyendo incesante y poderosamente a formar las costumbres (generadoras de leyes) y a servir de fundamento y modelo a todas las virtudes delicadas, suaves y profundas”. Eran otros tiempos y afortunadamente ha habido cambios en mi país.
Siguiendo esta historia del voto femenino, los últimos renglones de esta lista lo ocupan Suiza, que en 1971 reconoció el derecho al voto femenino, el principado de Liechtenstein que lo reconoció en 1984, y Arabia Saudita, en 2015, parece ser el último país en superar esta inequidad.
El Estado que queda
Y por aquí iba mi historia cuando me escribió un amigo –cura, para más detalles– que preparando una serie de comentarios sobre los derechos humanos había encontrado en Google, a propósito del Artículo 7 de la Declaración de los Derechos Humanos proclamada por Naciones Unidas, que “el único Estado en el que actualmente las mujeres no pueden votar (ni elegir ni ser elegidas) es la Ciudad del Vaticano, pues el Papa –su Jefe de Estado– es elegido solo por varones (los cardenales del cónclave) y tiene que ser varón. […] Esto me hace pensar…”, escribió mi amigo.
A quien, obviamente, Google no le mostró ninguna novedad pues de sobra sabía cómo se elige un Papa. Pero lo dejó pensando y a mí también me ha hecho pensar…