Nada es, sin más, palabras. Ningún discurso que se precie. Menos aún la vida, que también se apoya en ellas. Las palabras con las que hablamos para referirnos al mundo que nos rodea, en el fondo son poco más que una expresión de lo que somos. Torpe en sus inicios, llamada a ser profundizada siempre.
Estos días he tenido que poner palabras a un encuentro de jóvenes. ¿Da lo mismo decir “convivencia”, “retiro”, “ejercicios”, o apellidar a cualquiera de las tres como “espiritual”, “cristiana”? Me pregunto: ¿Cuántas palabras harían falta para nombrar adecuadamente lo que queremos y que sea capaz de convocar a jóvenes a participar libremente y con entusiasmo desde el inicio? ¿Sería excesivo ofrecer un “acontecimiento”, desear una “sorpresa”, brindar la “oportunidad” de un “regalo”?
Cuando reconocemos, en nosotros mismos o en otros, el inicio de un camino es porque ya se ha comenzado a transitar en él. Ese principio conlleva un cierto desafío y ruptura, sobre todo frente a la comodidad. Y la Iglesia debería entenderlo bien. Nadie en su sano juicio permanece inmutable viviendo su propia vida. Por doquier acechan instantes decisivos, preguntas inquietantes, amores y pasiones que nos sobrecogen, el perdón y el abrazo. Y, con cada uno, nueva aventura que puede ser acompañada; incluso que lo desea.
Nos perdemos entre palabras, nombres, marcas, señas de identidad. Se pierde la visión sobre los objetivos, la vida de cara a las personas y al Misterio que llamamos Dios, a su presencia como imagen en cada persona al modo como Jesús es, como el Espíritu convoca. Se apagan fuegos, de los que conviene encender, y se enturbian aguas, que eran para recrear, limpiar, aliviar y purificar. Perdidos en las burocracias eclesiales y en los proyectos impecables en papel, vencen las nomenclaturas y anquilosados diccionarios de lenguas extrañas para nuestros tiempos.
Qué más da cómo se nombre, cuál sea el lema y todo lo demás, cuando está claro el horizonte y un par de pasos en ese infinito camino. Qué importará sino la persona, el deseo de que sea conocido el Señor y poner la existencia en situación de llamada y respuesta, de diálogo sincero consigo y con todo.