Quienes hemos vivido una buena peregrinación (hace falta solo una en la vida de magnitud), sabemos que siempre seremos peregrinos. Si algo enseña el caminar, es que nos constituye. Ni pasamos por el mundo como visitantes, ni nos vemos en él arrojados, ni nos destruye el cambio o el sacrificio, ni tampoco nos hace más fuertes y mucho menos superpersonas con algo especial. No se trata de distinguirnos de nada ni nadie, sino de descubrirnos.
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Ya lo sabemos. El templo de Apolo en Delfos saludaba a quien se acercaba con palabras escritas en piedra: “Conócete a ti mismo”. Aunque le demos vueltas al “conocer”, en el fondo lo más serio está en la segunda parte, en “uno mismo”. Algunas formas de conocerse terminan en olvido y parálisis, que nada tienen que ver con hacer camino, tener fijos los ojos en una meta lejana a la que llegar y seguir adelante día a día.
Con un añadido, al que no conviene perderle la vista: el peregrino no era el que iba, sino el que volvía, de igual modo andando, cuando no existían autobuses, trenes, coches o aviones. El peregrino en su meta debía volver, debía tornar convertido, dándose la vuelta. Lo fuerte de la peregrinación es eso precisamente. No el camino hecho, sino el que quedaba por hacer, el que le constituía.
Dios, en movimiento
Ska, un biblista extraordinario, en su libro ‘Compendio de Antiguo Testamento’ (Verbo Divino), tiene precisamente un capítulo que he descubierto estos días sobre la peregrinación y habla del “retorno”. Pero justo antes, trata de “El Dios que se desplaza sobre ruedas”, para decir que Dios no está en un lugar, que el Dios de Israel no es un dios local, que tiene movimiento. Acto seguido comienza con “El retorno”, que sabemos bien que, en gran medida, constituye la experiencia más salvífica: la vuelta del exilio, de la marcha obligada, el abandono de la esclavitud para, a lo mejor, encontrar de nuevo libertad. “¡Que se me pegue la lengua al paladar si me olvido de ti, Jerusalén!”, cantaban para ejercitar memoria, origen, principio y fundamento, ansia de Paraíso Perdido.
Sin embargo, la experiencia de Israel fue, como de costumbre, la de un regreso que era más bien futuro y horizonte, algo desconocido, con carácter final y escatológico. Volver se convirtió en seguir adelante, a pesar de la relectura que se hizo de toda su tradición y que se dejó por escrito, en forma de sabiduría, con ánimo de que no se pierda. Es decir, de que los siguientes se enganchen a ella y participen de ella de algún modo. De ahí las tradiciones, el no olvidar, el no sentirse desligados, el participar.
La “Teología del Resto de Israel” se fraguó en esta vuelta. No lo olvidemos. Los que quedaron y decidieron volver, con sus múltiples motivaciones, no lo hicieron de modo concorde. El retorno, de ninguna manera, fue unísono y a una sola voz. En ese retorno, una voz de mujer se alza al inicio del “Libro de la consolación de Isaías.” Dios se identifica con el Resto que vuelve, Dios camina en medio de los que regresan. Ya no como tienda, sino como “estar en medio” de este pueblo. Y algo que siempre me ha llamado la atención es lo comunitario de la peregrinación, que tiende a ser individualizado, cuando las experiencias son de máxima proximidad y fraternidad.
El peregrino que vuelve nunca vuelve solo, siempre en compañía de otros, descubre a Dios en medio. “No os abandonaré” se convierte en “Estaré con vosotros”. Su presencia y vida, ¿no es la que impulsa el caminar y saberse peregrinos?