Triste y dolorosamente, las noticias de la Iglesia católica han estado pintadas del más crudo amarillismo durante los últimos meses. Los medios han debido ocuparse –no sin cierto gusto morboso– de lo que no puede calificarse como un episodio bochornoso sino de una historia bochornosa protagonizada por hombres de Iglesia.
Una historia que no es reciente, en la que ha habido todo tipo de corrupción y de escándalos y en la que no han faltado curas pederastas –¡cómo me duele asociar las dos palabras!– que han hecho de las suyas mientras autoridades eclesiásticas han tapado sus delitos “para no armar escándalo”. Lo novedoso es que gracias a que las denuncias de las víctimas han sido atendidas por tribunales civiles, el escándalo y sus protagonistas han sido y siguen siendo noticia de primera plana.
Una verdad enmarcada
La verdad es que me desagrada profundamente escribir sobre este tema. Si lo hago es para enmarcar dos noticias aparecidas en las últimas semanas en medios que cubren el acontecer de la Iglesia y que tienen que ver con dichos escándalos: la “Carta al Pueblo de Dios”, firmada y enviada por el papa Francisco el pasado 20 de agosto, y la convocatoria hecha –también por el Papa– a los presidentes de las conferencias episcopales a una reunión en el próximo mes de febrero para hablar de la prevención de abusos a menores y adultos vulnerables, convocatoria anunciada al término de la reunión del consejo de nueve cardenales asesores del papa Francisco, conocido como el C9, en la que es de suponer que el tema fue abordado.
Supongo que era forzoso hacerlo después de los escándalos que se han venido destapando a nivel mundial, sacudiendo el prestigio de la Iglesia, por aquello de que se cree que la Iglesia son los curas. Se me vienen varios a la memoria: el famoso de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, denunciado hace un par de décadas por sus víctimas de abusos sexuales y psicológicos; el también famoso de la arquidiócesis de Boston que el periódico Boston Globe hizo público y fue llevado a las pantallas de cine; el que dio a conocer el fiscal general del estado de Pensilvania, Josh Shapiro, en el “Informe del Gran Jurado de Pensilvania” que reveló y denunció con detalles los abusos perpetrados a lo largo de 70 años por más de 300 curas a más de mil víctimas y cómo sus actos criminales fueron encubiertos por sus obispos y superiores religiosos; el de Chile, protagonizado en sus primeros capítulos por Karadima y extendido a todo lo largo de este país y que llevó a sus obispos a renunciar este año a sus cargos; el de Irlanda, que la visita del Papa a este país ha hecho recordar; el recientemente publicado de Australia, minuciosamente descrito en las 800 páginas del volumen dedicado a la Iglesia católica del informe del “Royal Commission into Institutional Responses to Child Sexual Abuse”; el que armó Viganò, antiguo nuncio en Washington, en una carta que la prensa dio a conocer y en la que pidió la renuncia de Francisco supuestamente por encubrir al ya retirado y expulsado del Colegio Cardenalicio, arzobispo McCarrick, acusado de abuso de seminaristas y que, además del rotundo rechazo de quienes simpatizamos con el papa Bergoglio, motivó voces de apoyo desde todos los rincones del mundo; y el último, el del informe que debía ser publicado a finales de septiembre pero se conoció anticipadamente, que fue encargado en 2014 por la Conferencia de Obispos Alemana y revela que 1 670 miembros de la jerarquía eclesiástica abusaron de 3 677 menores entre 1946 y 2014, cifras que –señalan los autores del informe– no revelan la dimensión exacta de la situación porque muchas pruebas incriminatorias fueron destruidas o manipuladas y, sobre todo, minimizadas debido a la política de ocultar los crímenes para proteger la institución.
Reparar el daño causado
A estos escándalos se refirió Francisco en su “Carta al pueblo de Dios” del pasado 20 de agosto en la que reconoció que “nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y reparar el daño causado” y en la que admitió, asimismo: “Sentimos vergüenza cuando constatamos que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando”.
También en la clausura del IX Encuentro Mundial de las Familias, en Dublín, Francisco reconoció “el fracaso de las autoridades eclesiásticas –obispos, superiores religiosos, sacerdotes y otros– al afrontar adecuadamente estos crímenes repugnantes” y pidió perdón a las “víctimas de abuso de poder, de conciencia y sexuales por parte de miembros cualificados de la Iglesia”, como también “por los miembros de la jerarquía que no se hicieron cargo de estas situaciones y guardaron silencio”.
Gestionar los casos
En la misma línea escribió en mayo de este año una carta “Al Pueblo de Dios que peregrina en Chile”, en la que se refirió a “la cultura del abuso y del encubrimiento”, reconociendo los “graves defectos en el modo de gestionar los casos de delicta graviora […] y en el modo de recibir las denuncias o notitiae criminis, pues en no pocos casos han sido calificados muy superficialmente como inverosímiles lo que eran graves indicios de un efectivo delito” y que los “presuntos delitos fueron investigados solo a destiempo o incluso nunca investigados”, como también que “se ha constatado la existencia de gravísimas negligencias en la protección de los niños/as y de los niños/as vulnerables por parte de los Obispos y Superiores religiosos” y que hubo “presiones ejercidas sobre aquellos que debían llevar adelante la instrucción de los procesos penales o incluso la destrucción de documentos comprometedores por parte de encargados de archivos eclesiásticos”. En síntesis, que se ha “minimizado la absoluta gravedad de sus hechos delictivos atribuyéndolos a simple debilidad o falta moral”.
Que es lo que de verdad da rabia. Mucha rabia. Sobre todo que quienes se suelen mostrar tan diligentes a la hora de perseguir y descalificar a teólogos y teólogas por atreverse a pensar teológicamente en lugar de repetir doctrinas, y tan estrictos a la hora de juzgar la vida de pareja, interpreten los abusos sexuales como peccata minuta, es decir, pecadillos o faltas de poca importancia por los cuales bastaría darse golpes de pecho: los unos para cometerlos y los otros para encubrirlos debido a una mal entendida solidaridad que no es más que complicidad francamente culpable.
Lo que me ha hecho recordar las palabras de Jesús en el evangelio criticando a los fariseos y a los maestros de la ley: “Atan cargas tan pesadas que es imposible soportarlas, y las echan sobre los hombros de los demás, mientras que ellos mismos no quieren tocarlas ni siquiera con un dedo” (Mt 23,4). Crítica que recogió al llamar hipócritas a los fariseos porque “ven la paja en el ojo ajeno pero no ven la viga en el propio” (Lc 6,41).