Acostumbrados a ver miles de fotografías del papa Francisco en los periódicos y en los telediarios, nos resulta extraño que se le haya hecho un busto, una escultura que lo retrate. Esto que era una costumbre normal con los pontífices del pasado ahora parece una extrañeza, algo innecesario: para conocer los rasgos de un papa no tenemos por qué verlos esculpidos.
Pero un retrato es algo más, es bien diferente de una imagen que se le asemeja. Esto se comprende inmediatamente observando los dos bustos del Papa Francisco que ha esculpido Giuseppe Ducrot y que ha presentado en la muestra ‘La stanza del Papa’ (en Roma hasta el 23 de febrero en el estudio Geddes Franchetti de Vía del Babuino 125). El que mira los bustos no es atraído por la semejanza –que la hay, y es notable– con Bergoglio, sino de la interpretación de su compleja personalidad y de las formas en que desempeña su papel, que transmiten con gran evidencia.
Ducrot no es nuevo en temática religiosa: son suyos el san Juan Bautista de la basílica romana de Santa María de los Ángeles, el San Mateo de la iglesia de los Teatinos de Mónaco de Baviera, o el san Aníbal de Francia colocado en el flanco meridional de la Basílica de san Pedro, ejemplos felices de un lenguaje que no imita la lengua barroca del siglo XVII, sino que la introduce en el presente.
Dos bustos iguales pero distintos
Lo primero en lo que se repara es el material con el que se han realizado ambos retratos del Papa: se trata de cerámica vitrificada, un material pobre que no tiene nada que ver con los metales y mármoles de la gran escultura conmemorativa. De esta modalidad tienen en cambio el estilo, la postura, la dimensión. Pero no el color: de hecho la cerámica está completamente coloreada, un busto de blanco y uno de amarillo. Y aquí el visitante hace un primer descubrimiento: aunque el modelo sea el mismo, la diferencia de color cambia las percepciones que la obra nos transmite.
En el blanco el rostro de Francisco está más fatigado, más agravado por los problemas del pontificado, que coinciden con los grandes problemas del mundo actual. El peso de los ropajes litúrgicos que lleva parece representar el peso de los problemas del mundo, de los cuales es profundamente consciente, y de los que comparte la angustia y el dolor. Pero a pesar de una valoración realista de la situación actual, el peso no le aplasta: la mirada está puesta en el futuro, e iluminada por una fatigosa –pero muy real– esperanza.
En la escultura amarilla Francisco aparece más tranquilo, más resignado a hacerse cargo de un rol tan pesado, y la esperanza que se refleja en sus ojos parece más tranquila, más fortificada por la fe.
“Llevar la sacralidad de la liturgia también a lugares pobres”
Es verdaderamente sorprendente que el cambio de color pueda influir de forma tan fuerte en la percepción de una misma escultura, pero resulta ciertamente interesante descubrir cómo esta diferencia puede ayudar a la interpretación de una escultura tan cargada de significado, de un impacto tan fuerte sobre el espectador.
A los dos bustos papales Ducrot ha añadido decoraciones de altar, candelabros e insignias, todos hechos de cerámica y vitrificados en blanco o amarillo, los colores de la Santa Sede que aquí se convierten en los colores de toda decoración sacra. La riqueza barroca de los candelabros les confiere una idea de fastuoso ceremonial litúrgico que contrasta con el material pobre y el color moderno, creando una sensación de malestar creativo. Se puede pensar que estos candelabros pueden llevar la sacralidad de la liturgia también a lugares pobres y desolados, donde el oro y la plata nunca llegarían. Una propuesta para las periferias del mundo que acompaña muy bien el retrato de un Papa que se hace cargo de todo sin ahorrar, como testimonia su rostro intenso y fatigado.