Piedad


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La Piedad es la forma especial que adquiere el amor de Dios, al alcanzarnos en la profundidad de nuestra fragilidad o sufrimiento. Para muchos, la sola idea de esta cancelación gratuita del castigo es suficiente para quedar saciados de por vida. Pero esa realidad apenas roza la superficie de un océano inabarcable de consuelo, intimidad y dicha al que estamos convocados. Zambullirnos en el misterio y compartir la pasión por el encuentro nos permite avanzar hacia la fe adulta.

Absoluciones al 2X1

La idea más básica de la Piedad consiste en la cancelación del castigo.  Parecido a cuando sabemos que hemos cometido una infracción de tráfico. El oficial nos mira y, mientras nos devuelve nuestros documentos, simplemente señala ‘maneje con cuidado’, sin pedirnos nada a cambio. ¡Uff, qué alivio!, -pensamos- la vi cerquita y el oficial se apiadó de mí.

Sin embargo, no todos tomamos en serio la invitación del oficial a manejar con precaución. Quedarnos en la multa perdonada, fácilmente nos desvía hacia confiar en nuestra suerte, usar un app para eludir policías y aprender a regatear cuando nos pescan en infracción flagrante. Y lo mismo sucede en la vida espiritual, cuando migramos al cinismo. Recitamos ‘Señor ten Piedad’ con desgano, buscamos absoluciones generales y si acaso celebramos la reconciliación vemos la penitencia como multa de tránsito, no como una oportunidad para restaurar nuestros vínculos dañados.

La cosa no acaba allí. El cinismo hacia la Misericordia puede adquirir proporciones monstruosas que nada tienen de religioso. Nos entregamos a una vida de destrampe, pues no importa lo que hagamos si bastará con arrepentirnos antes de morir para llegar al cielo. Cometemos atrocidades en jueves, para confesarnos en viernes y poder comulgar en domingo sin que nadie sospeche nada. Y además apedreamos moralmente a otros.

Muy inteligente aparentemente, pero muy podrido por dentro. Pero a nadie engañamos. Isaías nos amonesta sin rodeos, pues ese cinismo solo engendra daño y sufrimiento capaz de arrasar con civilizaciones enteras (Is 34, 3-4). Por nuestra parte, desde ese llanto o mandíbula apretada que llevamos a escondidas, sabemos que nos estamos perdiendo de algo esencial. Entonces, si permitimos que se asome un genuino y tímido ‘me equivoqué’, todo cambiará.

La fuente de renuevo

La Misericordia es inquebrantable, nutriente, solidaria y derramada en abundancia.  Al discernir sobre estas cualidades, nos asomamos a un misterio trinitario que es fuente de alimento y renuevo, pasión compartida y presencia vivificante de nuestro espacio interior.

Inquebrantable, Renovador. Nuestra gran tradición menciona innumerables veces la disposición de Dios y el llamado permanente a su amor que nos hace. También en ella podemos repasar cómo en algunos momentos de la historia hemos interpretado su Misericordia como paciencia, amenaza o incluso rabia contenida. Nos imaginamos lo que haríamos nosotros ante una afrenta cometida y se lo atribuimos a Él. Pero Dios rectifica esto en múltiples ocasiones y nos explica que tratándose del encuentro, Él siempre va más allá.

Cantamos con júbilo cuando conocemos al Padre transformado en ese pastor que nos conduce a aguas tranquilas. Entonces conocemos el orden correcto de las cosas. Porque el Señor es misericordioso –porque su amor es inquebrantable–, entonces es lento para enojarse y generoso para perdonar, y no al revés. Cuando lo re-conocemos, sabemos que nos trata como pensamos que merecen nuestras faltas, sino que de algún modo su sola presencia nos calma y desvanece las transgresiones. En estos salmos descubrimos himnos de ternura persistente e inagotable, capaz de sanar cualquier cinismo o desesperanza.

Pasión compartida. Por si lo anterior fuera poco, el Amor en acción se convierte en hombre para decirnos ‘¡Estoy contigo, sí se puede!’ No se queda detrás de la barrera observando nuestro dolor y limitaciones, sino que afrontando el riesgo salta al ruedo, se encarna en humano y comparte nuestras pasiones. El amor del Padre se revela en Dios-con-nosotros. Jesucristo comparte nuestra pasión al sentir hambre, gozo, miedo, tristeza y enojo como cualquiera. Su escandalosa com-pasión enseña, alimenta, sana e invita a todos, altera el orden de la época y llega al punto de provocar que sea Él mismo sujeto de las injusticias y humillaciones más brutales. La Misericordia de Cristo es tan radical que incluso hoy -después de dos mil años de teología y reflexiones- se antoja inverosímil. Sin embargo, la sabemos cierta.

Derramado. Aún hay más. El amor también se vierte abundantemente en nosotros, especialmente porque nos hace falta, cada vez que sea necesario. Y por ello una de mis expresiones favoritas es ‘Kyrie eleison’, que tiene una intención original de ser así como ‘¡Oh Señor, derrama tu amor en nosotros!’, aunque la traduzcamos simplemente como un ´Señor, ten piedad’.

Eleos es una petición de sumergirnos en el aliento del Espíritu, que purifica y da vida, pues somos conscientes de las terribles tensiones que se acumulan en el mundo y se entrelazan entre nosotros. (Juan Pablo II, 1980). Ansiamos ese baño salvífico que remueva hasta el apego más incrustado y obstinación más difícil de nuestros corazones. Y tras recibir Piedad, vamos saltando con gozo por la vida.  Sonreímos más y hasta caminamos más ligeros. La Piedad es fuente de alegría, y es contagiosa.

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Respuesta indelegable

La Misericordia genera misericordia. ¿Pero cómo, si recién reconocimos nuestra dificultad para ello? Cristo sale de nuevo al rescate y nos indica al menos siete sencillas pautas específicas para atender a quien tiene hambre, sed, frío, es forastero, está enfermo, recluso o recién ha muerto. También observamos en su ministerio siete quehaceres espirituales de rescate que generan consuelo, reparación y alegría, frente a nuestra fragilidad o sufrimiento.

Notarás que en ningún lugar dice ‘dale dinero a alguien más para que haga misericordia por ti´ y mucho menos ´alardea un poco, para que otros vean que eres bueno’. Solo sal y hazlo. No necesitamos hazañas heroicas, sino compartir un bocado, una idea o un suéter con conciencia de pasión compartida. La enseñanza es clarísima: las obras de misericordia son tareas indelegables en nuestro quehacer cristiano.

Hay muchas razones para ello. Por ahora ejemplifico una: el gozo que genera hacer sonreír a un enfermo, la sonrisa por saberse artífice de un barriga llena con corazón contento o la esperanza que florece al facilitar que un alumno absorba conocimiento. En ello comprobamos que la Misericordia beneficia tanto a quien la ejerce, como a quien la recibe y es inmanente a nuestra humanidad compartida. Así que te invito: toma hoy una cuchara y dale de comer a un hambriento. Y al hacerlo cantemos ‘¡Kyrie eleison!’.

Referencia: Juan Pablo II (1980). Encíclica Dives en Misericordia. Librería Vaticana: Cd. del Vaticano.