Querido Guillermo:
Madrid ya tiene una plaza con tu nombre.
Un lugar de encuentro que lleva tu nombre: un buen homenaje para aquel que se empeñó en ser, él mismo, lugar de encuentro.
Sé que trabajaste por sacar adelante a los chicos más desfavorecidos de tu escuela; sé que denunciaste el injustificable maltrato que damos a los que llegan a este país en busca de esperanza; sé que estuviste con el sur y evidenciaste los atropellos de la ambición económica en aquellos países que tanto amabas; sé que acompañaste a muchos desvalidos; sé que siempre supiste empaparte de la riqueza del diferente; sé que te esforzaste por sembrar en el corazón de otros esas ganas de luchar por un mundo más justo, más fraterno.
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Te hubiera gustado leer al papa Francisco cuando escribió sobre “una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite” (FT 1).
Un canto a las misericordias del Señor
Pero hoy quiero salir a tu plaza para anunciar que el Poderoso hizo obras grandes en ti y que por eso te felicitarán todas las generaciones (Lc 1); y que tu vida fue un canto a “las misericordias del Señor” (Sal 89); y que te mereces ser llamado “hijo de Dios porque trabajaste por la paz” (Mt 5).
Creíste, y pudiste “llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que ‘con ello le confiere una dignidad infinita'” (FT 8).
La gloria de nuestro Dios, ese Dios que supiste encontrar en cada hermano que hallaste herido en el camino, se hizo patente en tu mirada clara y sonriente, en tus cuentos, en tu hacerte niño, en tu que por mí no quede, y, ahora, en tu recuerdo.
Nos ayudaste a comprender que “la religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo” (St 1, 27).
Supiste sacudirte el polvo.
Gracias Guille.