Lo confieso: soy de los que se aturullan al darse la paz en misa. Quiero llegar a ese aleteo maravilloso de manos que invade mi espacio, quiero seguir el rastro que me lleve a los ojos que las guían, y responderles con una sonrisa a la alegría que me provoca el amor que se comparte como miembros de una comunidad e hijos de un mismo Padre.
De vez en cuando noto que –a mi pesar– soy más hermano de unos que de otros, porque las manos también hablan y algunas son mudas, esquivas y resbaladizas, dejando la sensación de un mero formulismo antes de seguir avanzando en la ceremonia. En presencia del Misterio, ese es otro misterio que no logro desentrañar. ¿Qué les pasa a esas manos que no se alegran? ¿No han escuchado la Palabra? ¿No han notado la esperanza, el rumor de Dios?
Hay manos contenidas a las que les parece que ese manoseo –ya no digamos el besuqueo que se prodiga entre matrimonios o padres e hijos en ese mismo instante– está fuera de lugar. ¿Es realmente incompatible con el respeto debido que debe mantenerse en una celebración tan importante para la vida cristiana? ¿Es imposible el recogimiento interior con el sentimiento de gozo? ¿Hay que ahogar la dicha que nace de sentirse querido y perdonado por un padre que “baila por ti con gritos de júbilo”? Imagínense la escena…
“Hay cristianos cuya opción parece la de una Cuaresma sin Pascua”, dice el papa Francisco. Y eso lleva notándose demasiado tiempo en la vida de la Iglesia. Las manos que se escandalizan es posible que dentro de no mucho dejen de tener motivo para ello. Las parroquias se van vaciando y, quizás, llegue el día en el que no habrá nadie al lado a quien ofrecerle la mano. Será el paraíso de los puros. ¿Y qué harán, entonces, sin nadie a quien señalar?