Llevamos ya muchos días viendo en los informativos las estremecedoras imágenes del volcán de La Palma, arrojando incansablemente una ingente cantidad de lava y nubes de ceniza y gases, así como la destrucción que causa. También está el ruido ensordecedor, que día y noche acompaña a los habitantes de la isla, que, según los testigos, resulta casi más sobrecogedor que el propio fuego.
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Estas manifestaciones terribles de la naturaleza recuerdan aquellas que la Biblia cuenta a propósito de la manifestación divina en el monte Sinaí (u Horeb): “Al tercer día, al amanecer, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre la montaña; se oía un fuerte sonido de trompeta y toda la gente que estaba en el campamento se echó a temblar […] La montaña del Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre ella en medio de fuego. Su humo se elevaba como el de un horno y toda la montaña temblaba con violencia” (Ex 19,16-19).
El monte Sinaí y los volcanes
Hay investigadores que, precisamente por esa descripción, han tratado de localizar el monte Sinaí en zonas volcánicas. Pero, a día de hoy, no hay un lugar que indiscutiblemente se identifique con el Sinaí. El más tradicional probablemente sea el que actualmente se denomina Jebel Musa –el monte de Moisés–, al sur de la península del Sinaí, a cuyos pies se levanta el monasterio de Santa Catalina.
En la carta a los Gálatas, san Pablo dice que “en efecto, Agar significa la montaña del Sinaí, que está en Arabia, pero corresponde a la Jerusalén actual, pues está sometida a esclavitud junto con sus hijos” (Gál 4,25). En tiempos de Pablo, Arabia indicaba no solo la Península arábiga, sino también lo que sería la actual Jordania, especialmente la región de los nabateos, cuya capital era la turística Petra. Puede que el Apóstol pensara en alguna localización tradicional en esa zona.
En época moderna, la candidatura arábiga ha cobrado interés, pensando sobre todo en la zona noroccidental de Arabia Saudí, una región cuyo volcán más significativo se llama Hala-‘l Badr.
En todo caso, las manifestaciones “volcánicas” del Dios del Sinaí pretenden transmitir la idea de que el ser divino es, en último término, inaccesible para el ser humano, porque nadie puede ver a Dios y seguir vivo (cf. Ex 33,20).