La muerte irrumpió en mi vida cuando tenía ocho años, casi nueve. Un dos de junio de 1972 mi padre sufrió un infarto de miocardio. Volvió del trabajo fatigado. Hacía mucho calor y, en esa época, el decoro exigía que un hombre de su edad llevara traje y corbata en cualquier estación del año. Una dolencia cardíaca ya le había advertido sobre el riesgo que corría, pero todo indica que prefirió no pensar demasiado en ello, negándose a alterar su rutina.
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No sé si el malestar –opresión en el pecho, sudor frío– que le asaltó mientras bajaba por la Gran Vía le infundió temor, pero cuando llegó a casa manifestó que le preocupaba nuestro futuro si llegaba a sucederle algo. Pensó que yo era demasiado pequeño para entender sus palabras. Como en otras ocasiones, se fue a su dormitorio para descansar un poco antes de comer, pues a primera hora de la tarde tendría que reanudar su jornada laboral, pero un estertor sacudió su cuerpo, interrumpiendo bruscamente su vida. Solo tenía sesenta años.
Una muerte injusta
Su muerte siempre me pareció injusta y un buen argumento para negar la existencia de un Dios bueno y providente. Si la providencia había querido arrebatarme a mi padre, solo cabía pensar que los designios divinos albergaban una crueldad terrorífica.
Mi padre murió en un piso del barrio de Argüelles. Desde el balcón de su dormitorio, podía contemplarse el Parque del Oeste, con sus enormes cedros sombreando las praderas de césped y los caminos de tierra. Mi madre vivió en ese apartamento hasta los ochenta y siete años, cuando el Alzheimer hirió su mente y le obligó a mudarse a mi casa. Sus ojos azules cambiaron de paisaje y no pareció importarle. Enseguida se acostumbró a la planicie castellana, con sus cielos infinitos y sus horizontes de mar en calma. Hace cuatro años, una embolia acabó con su vida.
Entre la muerte de mi padre y mi madre, perdí a mis tres hermanos. Todos murieron de forma trágica y prematura. ¿Por qué Dios permite estas cosas? ¿Tiene razón el bufón de ‘El rey Lear’ cuando asegura bajo la lluvia inclemente del páramo que los dioses combaten su tedio provocando el sufrimiento de los seres humanos? ¿Quizás Dios es impotente, como apunta Hans Jonas para justificar su bondad? ¿Miraría un padre a su hijo mientras se ahoga, absteniéndose de intervenir?
Un balcón distinto
Hace unos días me acerqué al barrio de Argüelles para comer con un amigo. Un restaurante italiano con una decoración austera, casi minimalista, nos proporcionó un par de horas de intimidad y confidencias. Cuando nos separamos, me acerqué al portal donde había convivido con mis padres y mis hermanos. Se trataba de una vivienda de renta antigua que volvió a su propietario cuando mi madre se trasladó a vivir conmigo. Alcé la vista y observé el balcón desde el que había contemplado tantas veces el Parque del Oeste y descubrí que lo ocupaba un aparato de aire acondicionado. Es un balcón pequeño y estrecho, con una barandilla de hierro. Un simple mirador sin espacio para una mesa y unas sillas.
De niño, fantaseaba que era la proa de un barco, adentrándose en un océano con grandes bancos de coral. El aparato de aire acondicionado ya no permitía imaginar algo así, pues había invadido todo el balcón. Nadie podría ya asomarse a observar los cedros, los plátanos o el funicular que cruzaba la Casa de Campo, cabeceando como una canoa en un río tumultuoso. A la pérdida de mis seres queridos se sumaba una dolorosa transformación que parecía un síntoma –que no un signo– de los tiempos actuales, una época que le ha dado la espalda a la belleza, la trascendencia y la delicadeza.
Mientras volvía al pueblo donde vivo, situado a unos cincuenta kilómetros de Madrid, me pregunté por qué morimos. ¿Por culpa del pecado original? Eso dice el Génesis, pero hace tiempo que aprendí que la letra mata y que leer las Escrituras sin una perspectiva histórica solo conduce a ridículas y anacrónicas paradojas. Castigar a toda la humanidad por una remota falta es un gesto más propio de un déspota oriental que de un Dios asociado a la esperanza, el perdón y la misericordia.
Una visión creativa del misterio
Frente al dogmatismo, incapaz de evolucionar y comprender los cambios sociales y espirituales, una visión más creativa y flexible del misterio de la fe nos propone alternativas más humanas y razonables. La muerte no es un castigo, sino algo necesario. Sin ella, la humanidad se estancaría en la repetición y la esterilidad.
La inmortalidad terrenal nos llevaría a la situación descrita por Jonathan Swift y Borges en sus terroríficas fábulas. En ellas, los inmortales son seres embrutecidos por una existencia demasiado dilatada. La finitud es lo que nos permite forjar una identidad, ser alguien, tener un nombre. Ser indefinidamente nos abocaría a perder nuestros rasgos diferenciales en el turbio río del tiempo.
En ‘El inmortal’, el famoso cuento de Borges, Homero –aparentemente un troglodita “infantil en su barbarie”– ha olvidado que escribió los hexámetros de la ‘Ilíada’. Cada generación aporta una perspectiva nueva, una creatividad que no existiría sin la renovación que representa cada vida.
No morimos por culpa del pecado
No morimos por culpa del pecado, sino porque la finitud es lo que nos convierte en algo precioso e irrepetible. Dios no interviene en el mundo porque, si fuera una presencia inequívoca, un ojo abrumador y ubicuo, la historia se transformaría en un teatro de marionetas. Dios no mueve los hilos. Nos deja caminar libremente, eligiendo nuestro destino.
¿Qué es entonces la providencia? ¿Está o no Dios detrás de la caída de cada hoja? En cierto sentido sí, pues Él hizo posible el tiempo, el espacio, la materia, pero no se dedica a agitar las ramas de los árboles como un niño aburrido. El mundo goza de autonomía y leyes propias. Esas leyes son las que garantizan su posibilidad, su lógica interna, su dignidad. Dios es creador y padre, no un equipo de mantenimiento que supervisa cada incidencia.
La providencia es una inspiración o, si se prefiere, una guía de ruta. Podemos seguirla o no, pero no es una imposición. Descubrimos por intuición y reflexión moral el rumbo que nos sugiere, pero no es un mecanismo ciego que se cumple inexorablemente.
¿La última palabra?
¿Es la muerte la última palabra? En este mundo, sí, pero hay otra vida, una forma de plenitud que desconocemos pero que se deja entrever y sentir. En el recuerdo de mis padres advierto esa belleza imperecedera que palpita en la música de Bach, la pintura de Caravaggio o la poesía de san Juan de la Cruz. El amor, la belleza, la fidelidad, son prefiguraciones de esa otra vida que nos promete el Evangelio. Dios no mira nuestro sufrimiento con indiferencia. Lo comparte y nos acompaña en las horas más amargas.
Cuando al fin llegué a mi casa, salí a la terraza para contemplar el atardecer en la árida desnudez de Castilla. Comprendí que vivir eternamente en ese paisaje no sería una buena idea, pero experimenté la certeza de que la eternidad alojaría la huella de mis pasos en la Tierra.