Hay demasiado ruido a mi alrededor, sonidos que distraen mis pensamientos, sonidos que se repiten una y otra vez y casi sin darme cuenta los acepto, los tolero y se vuelven parte de mi diario vivir. Qué necesario es el silencio en estos días donde hay exceso de ruido informativo, nuestra vida está inundada de comerciales estruendosos, parece que se aprovecha el mínimo silencio para detonar cualquier ruido.
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No cabe duda que estamos viviendo un desastre ecológico y auditivo. Para muchas personas es muy estresante el silencio, sienten que les hace falta “algo”, se han acostumbrado a vivir con televisiones encendidas, música todo el tiempo o quienes les acompañan en sus actividades diarias son las voces de los noticieros y programas de entretenimiento.
Sé de personas que duermen o eso intenta hacer su cerebro mientras está encendido algún aparato electrónico. Muchas personas han dejado de entender lo valioso y los grandes beneficios que nos da el silencio. Quienes vivimos en enormes ciudades y en ocasiones tenemos la fortuna de visitar algún lugar tranquilo, valoramos el sonido del viento, el movimiento que producen las ramas de los árboles, el trinar de los pájaros, si bien es cierto, no es silencio en su totalidad pero es la voz de la naturaleza.
Y en un instante aparece esa calma tan anhelada. Momento en el que surge una reflexión por el hecho de estar ahí, como la quietud produce el encuentro, es la ausencia de sonidos, nada mejor para orar y comunicarnos con Nuestro Padre Celestial.
“Al Señor se le conoce en su silencio”
El silencio es a menudo el lugar en el que Dios nos espera, para que logremos escucharle a Él, en vez de escuchar el ruido de nuestra propia voz, más que callarse Dios, sucede con frecuencia que no le dejamos hablar. Debemos ejercitar la paciencia para descubrir la riqueza que hay en el silencio, valorarlo y entrar en ese momento de tranquilidad para hablar con nuestro Creador.
Hay demasiado ruido en nuestra vida. No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe una falta de atención en nuestro oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. «¡Dios mío! No estés callado, no guardes silencio, no te quedes quieto, ¡Dios mío!» Sal 83,2.
El Hijo del Hombre fue cubierto en un gran silencio que envolvió la tierra, un gran silencio porque el Rey duerme. «La tierra temió sobrecogida» porque Dios se durmió en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios en la carne ha muerto y el Abismo ha despertado. Las grandes cosas y acontecimientos requieren siempre del silencio.
No escuchamos a Dios, porque simplemente, ya no logramos captarle; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Escribía san Ignacio de Antioquía que «quien ha comprendido las palabras del Señor, comprende su silencio, porque al Señor se le conoce en su silencio».