Hoy, mientras escribo, cubro el trayecto Granada-Madrid en bus. Son unas cuantas horas que dan para mucho. Incluso para orar.
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En esas estaba, cuando las dos pasajeras tras mi asiento –recién conocidas pero ya casi amigas y confidentes por lo que alcanzo a entender– comienzan a hablar de los y las políticas. Hago un esfuerzo por no “escuchar conversaciones ajenas”. Pero es imposible –entre otras cosas por el tono con el que hablan…–. Y se acabó la oración. O no. Quizá no hay mejor forma de orar que con las preocupaciones e inquietudes que se descubren en la gente espontáneamente…
Hay cada cual…
Así que, tras unos primeros esfuerzos por no descentrarme del silencio que trato de hacer… me dejo vencer. No me concentro en lo que oigo, pero sí dejo que me lleguen algunas expresiones. Nada nuevas, por cierto…
“Chiringuitos”, “menuda panda”, “que se metan en un autobús como este y se vayan”, “va a peor”, “solo están para cobrar ellos y sus asesores”, “hay cada cual”… Así, hasta que una de las dos dice algo como… “tendrían que tener vocación”.
“Vocación”. Esa palabra, casi mágica, que supone un salto de calidad en cualquier consideración que tengamos hacia alguna tarea o responsabilidad.
¿Es posible tener “vocación de político/a”? No me refiero a vocación a la “política” en sentido amplio, a esa contribución a la construcción de la “felicidad social” –así lo nombra José Antonio Marina– desde cualquier ámbito, si no a dedicarse explícitamente a la política partidista.
Es posible, sí. Pero qué difícil lo pone el circo que nos tienen montado.
…Y hay llamada
Si, encima, todo lo ello lo referimos a una vocación creyente, a la llamada de Dios… todo se complejiza más. Cómo puede llamar Dios a un ámbito tan “emponzoñado” –en vocabulario de Ejercicios Espirituales de San Ignacio– como es este. Es más, de existir indicios de esa llamada, qué criterios habría que tener para verificarla y, más importante aún, que herramientas para alimentarla y no terminar abandonando.
Yo mismo, afirmo haber recibido en estos momentos de mi vida esa vocación particular, dentro de una más amplia a la evangelización que es la que vertebra mi existencia (algo de ello explico en esta entrevista que me hicieron dentro de los trabajos para la elaboración del Plan Pastoral de la Archidiócesis de Granada). Pero, incluso formando parte de una opción política en la que creo y que, para mí, representa en gran medida lo “que hace falta”, bien saben quienes me conocen que no dejo de preguntarme día sí y día también… ¿qué hago yo aquí? Y eso, que aún no tenemos representación política y nuestra acción se circunscribe a la incidencia, la movilización y la sensibilización –que no es poco–. Pero, suficiente para reafirmar lo lejos que está el mundo político de la propuesta del Reino.
Tirar la toalla
Sí. Me resulta muy fácil entender que cualquier persona que se meta en esto de la política partidista tenga la tentación –más pronto que tarde– de tirar la toalla. Únele, además, los desafíos descomunales de la geopolítica internacional con Trump y sus trumpadas; de los conflictos sangrantes ante los que parece que la apelación a la paz y la reconciliación es como predicar en el desierto; o de la confrontación destructiva en el hemiciclo español o en los ayuntamientos de cualquiera de nuestras localidades, que desgastan la moral una y otra vez… ¿Vocación a la política? ¿Para qué?
Sigo orando. Me resuena la Palabra que me habla hoy de algo tan “simple” como esencial: Pero, ¿y Dios qué quiere? Y me respondo, ahora sí, con total convencimiento: que tire la toalla. Al suelo. Para lavar los pies.
Porque, si hay vocación (también a la política), sólo puede haber servicio. Y lo que pase de ahí, “viene del mal Espíritu”.