Compartía estos días un encuentro formativo con profesores de religión donde nos preguntábamos cómo reconocer a Dios hoy. Es una pregunta curiosa porque al decir “reconocer”, estamos admitiendo que el problema no es que Dios esté o no, sino que nosotros le identifiquemos o le confundamos con otras cosas.
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Y en este contexto, quizá la pista de reconocimiento más relevante para mí es la vida. Donde haya vida viva, donde se apueste por vivir, ahí está Dios. Siempre. Ciertamente, puede que mi aporte no sea tan confesional como algunos esperaran y para otros quizá fue “poco teológico”, pero cada vez lo creo con más fuerza.
Aumento del suicidio
Si los datos más recientes sobre el aumento del suicidio en el mundo y en nuestro país no nos conmueven es que estamos realmente endurecidos y ciegos. En el mundo, un suicidio cada 40 segundos. En España, 10 personas al día (una cada 2 horas y media) no soporta más seguir viviendo. Y desde el año pasado, 2020, los intentos de suicidio han aumentado en adolescentes y jóvenes un 250%. Si esto no es un problema teológico y eclesial de primera magnitud, ¿qué puede serlo?
Y no son solo datos. Una profesora del instituto decía: “Ayer en clase me encontré con Eric (invento los nombres), un muchacho guapetón, alto e inteligente, acurrucado en el suelo de los baños porque su novia le había dejado”. Otro comentó: “Isabel, de 2º ESO, me decía que se quitaría la vida si no fuera por el disgusto que le daría a su madre y a su abuela… que no le gusta a los chicos y nada bueno ve en ella ni por fuera ni por dentro… Y en la siguiente clase, Lucía rompió a llorar en el pasillo cuando le pregunté si estaba bien, viendo su cara. Me dijo que no sabe qué le pasa, lo repite una y otra vez, que no puede más, que no tiene ganas de seguir viviendo”. Otra profesora añadió: “Ayer Javi (4º ESO) no dejaba de usar el móvil y cuando le dije que estaban enganchados a una realidad paralela y que se estaban perdiendo la vida de verdad, me dijo que no hay nada en esa supuesta vida que le importe, que no hay nada interesante ni en las clases ni en su familia ni en nada y que por eso prefiere esa otra realidad por irreal que sea”.
Yo podría añadir la historia y los nombres de otros adultos. Yolanda, 49; después de varios años intentando mantener su matrimonio, no puede más. Ha ido deteriorándose, desgastándose en mantener algo que hace tiempo no funciona y se siente incapaz de permanecer en una vida gris, sin ser querida, pura fachada. Pero eso supone romper con todo lo que conoce: amigos, casa, barrio, entorno… Hay momentos en que respira un poco mejor y siente por dentro que ha elegido lo correcto, que tiene que seguir adelante; y en otros momentos quisiera desaparecer, acabar con todo, porque siente que para ella ya no hay futuro. O Marcos, de 68: a pesar de las “goteras” propias de la edad, se siente en plenitud de fuerzas, pero no lo ven así ni en su entorno familiar, ni los trabajadores de su pequeño negocio. Sabe que toca cambiar el paso, mirarse al espejo y valorarse como hoy es, no como era hace 30 años. Pero no puede o no sabe o no quiere. Cada vez el gesto de su cara es más artificial y amargo. Cada vez se impone más a todos y se aleja más de su mujer y sus hijos. Cada vez se siente más solo y fracasado, empujando una enorme roca que no deja de caer hacia él. Y en el fondo siente que esto no es vida pero ha tirado la toalla aparentando todo lo contrario…
No dejo de preguntarme en qué momento hemos separado a Dios de la vida real y cotidiana, de los sufrimientos y alegrías de la gente, sean creyentes o no, conozcan a Dios o no. Porque de lo que estoy segura es que Dios sí los conoce a ellos. Y estará buscando por todos los medios posibles alguien que quiera acercarse. Me atrevería a decir que a Dios le importa poco si hablamos de Él o no en estas situaciones. Lo que le quitará el sueño (si es que Dios durmiera) es que nosotros, los que sí hemos encontrado al Dios de la vida, no hagamos nada. “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28).