Es muy probable que haya pocas fiestas capaces de unirnos a todos como lo hace fin de año. Ya cantaba Mecano hace muchos años eso de que se trata del único momento en que nos ponemos de acuerdo para festejar tanto creyentes como no creyentes, gente de izquierdas y de derechas, grandes y bajos, niños y ancianos. De algún modo, el 31 de diciembre cerramos una etapa y comenzamos una nueva, lo que se convierte en una oportunidad compartida por todos para agradecer lo vivido en los últimos meses, para dar carpetazo a lo negativo de este tiempo y para orientar todas las fuerzas hacia un futuro que siempre imaginamos prometedor. En esta fecha contactamos con esa bondad esencial que nos hace desear a otros lo mejor para los próximos 365 días, mientras nos proponemos dejar a un lado lo que nos ha hecho daño y abalanzarnos sin piedad sobre aquello que creemos que nos hará más felices.
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Año nuevo, vida nueva
La cuestión es que los buenos propósitos de comienzo de año tienen el mismo comportamiento que la espuma del champán con el que lo celebramos: crecen con la misma velocidad con la que desaparecen. Por más que, año tras año, nos propongamos comer algo más sano, hacer más ejercicio o ponernos en serio con los idiomas, el entusiasmo de los primeros días pocas veces supera el mes de enero. Quizá este fracaso reincidente tenga que ver con que no se trata de alcanzar objetivos concretos, sino de disfrutar del camino y de vivir apasionadamente lo cotidiano.
Con frecuencia andamos despistados, perdiéndonos y preocupándonos por cuestiones ridículas. No esperemos a que haya acontecimientos que remuevan el suelo bajo nuestros pies, nos coloquen en nuestro sitio, nos resitúen y nos recuerden a la fuerza qué vale la pena y qué no. Del mismo modo que hizo Moisés con el pueblo, también a nosotros se nos pone delante dos sendas, una que nos lleva a sobrevivir o malvivir y otra que nos lanza a ponernos en pie y vivir con mayúsculas (cf. Dt 30,15). Ojalá elijamos con decisión esta última y nuestros propósitos de este año tengan que ver con decidirnos a empuñar la vida, a aventurarla con pasión y sin medida, sabiendo que cada minuto es importante y cada pequeño gesto de amor es esencial.