La respuesta a esta pregunta, habida cuenta de lo que vemos a diario en las noticias, debería ser evidente: naturalmente que se pueden albergar malos sentimientos; es más, casi debería ser obligado albergarlos, si nos consideramos medianamente humanos. Ante las atrocidades cometidas contra civiles por parte de soldados rusos en localidades como Mariúpol, Bucha, Kramatorsk, etc., que, tristemente, ya forman parte de la historia de la vileza humana, lo más lógico es que, como poco, surja un “¡Malditos sean!”.
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¡Jamás le brinde nadie su favor, ni se apiade de sus huérfanos!
Lo podemos decir con palabras mucho más duras tomadas de la Escritura, como estas en las que un hombre justo pide a Dios que castigue a quien le acusa injustamente: “Suscita contra él un malvado, que un acusador se ponga a su derecha. Cuando sea juzgado, salga culpable, y su apelación se resuelva en condena. Que sus días sean pocos y otro ocupe su cargo. Queden huérfanos sus hijos y viuda su mujer. Vayan sus hijos errabundos mendigando y sean expulsados lejos de sus ruinas. Que un acreedor se apodere de sus bienes y los extraños se adueñen de sus sudores. ¡Jamás le brinde nadie su favor, ni se apiade de sus huérfanos! Que su posteridad sea exterminada y en una generación se borre su nombre. Recuerde el Señor la culpa de sus padres, y no borre el pecado de su madre: estén siempre ante el Señor y borre de la tierra su memoria” (Sal 109,6-15).
O como estas otras, también conocidas y no menos duras: “A los idumeos, Señor, tenles en cuenta el día de Jerusalén, cuando decían: ‘¡Desnudadla, desnudadla hasta los cimientos!’ ¡Capital de Babilonia, destructora, dichoso quien te devuelva el mal que nos has hecho! ¡Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la peña!” (Sal 137,7-9).
La mirada sobre el horror –como el de unos civiles indefensos masacrados– no puede dejar de suscitar la repulsa más firme y, en ese sentido, que los sentimientos más primarios afloren. La cuestión no es impedir que esos sentimientos se expresen –cosa, por lo demás, bastante improbable–, sino quedarse en ellos. Un cristiano sabe que el sentimiento ante el mal debe ser el del Maestro: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Pero, para llegar a ello, hace falta darle tiempo.