Desde hace tiempo, tanto en tertulias radiofónicas o televisivas como en periódicos, es frecuente oír hablar o leer a propósito del “relato”: construir el relato, perder o ganar el relato, etc. Ese relato no es otra cosa que el discurso dominante, “canónico”, que marca la pauta para entender de una determinada manera –y solo de ese modo, dejando otras formas fuera– la realidad en cualquiera de sus facetas o ámbitos: políticos, culturales, sociales, de pensamiento, etc.
La verdad es que la historia está llena de esos discursos “oficiales”. Más aún, en gran parte, la propia historiografía –la narración histórica– es “relato” en ese sentido que decimos. De ahí la importancia que tiene la lucha por establecerlo. Un ejemplo lo tenemos en eso que se ha dado en llamar la “leyenda negra” española, una de cuyas vertientes, por ejemplo, ha tratado de presentar a la Inquisición en España como una institución poco menos que precursora de la Gestapo nazi. Y lo peor es que, no respondiendo a la realidad, ese “relato” es el que ha calado.
Naturalmente, en la Biblia también encontramos “relato” institucionalizado, oficial (aquí el adjetivo “canónico” sería el más apropiado). En el Antiguo Testamento, por ejemplo, la llamada historia deuteronomista (los libros que van de Josué a 2 Reyes, más el libro del Deuteronomio) es el “relato” de los judíos que volvieron del exilio, en el siglo VI a. C., y establecieron su versión de la historia y de la teología, aquella que hablaba de una tierra de Israel que quedó vacía porque todo el pueblo fue llevado al exilio babilónico.
En el ámbito del Nuevo Testamento, el canon fijó el “relato” cristiano. Y lo hizo a partir del siglo II hasta el IV, cuando se produzcan las primeras decisiones oficiales a propósito de qué escritos ofrecen el discurso “ortodoxo” sobre Jesús y, por tanto, aquellos que sirven como modelo para contrastar la fe en él. Ese “relato” dejó fuera otros textos que ofrecían discursos sobre Jesús que eran marginales con respecto a lo que creía la mayor parte de las Iglesias (eso que se llamara la “Gran Iglesia”). A esos textos es a los que hoy se les llama “apócrifos”.