Estos días he releído un buen libro de exégesis. En concreto, sobre el Evangelio de Juan. Por primera vez, cuando me recordaba a alguien, le enviaba una foto de lo que estaba leyendo. Unos me sonaban a las bodas de Caná, otros a Nicodemo, otros a la samaritana junto al pozo de Sicar, y así sucesivamente. Exégesis es esto: Leer un texto descubriendo a quién suena. Y sería interesante que los cristianos nos empapásemos de exégesis.
Estudiar la Biblia en el siglo XXI sigue siendo un reto chocante y contracultural. Quien comienza suele encontrar gusto en aprenderla y quien sigue leyéndola busca refugio en la novedad, en desaprender para que resuene como al principio. Hay textos como Isaías, como el Evangelio, como las aventuras del Éxodo, las peleas de los Jueces o las lapidarias frases de Proverbios que sólo se comprenden bien habiendo vivido algo a fondo, dejándose enganchar por la existencia, cuestionándose libremente. La primera tarea de la exégesis es recibir, dejar que hable, comprender bien lo que dice.
Si leyendo estas vacaciones, me acordaba de tal o cual persona, la exégesis viene a ser en la madurez el comienzo de una nueva ignorancia. Estudiado el texto, ¿qué queda? Conocidas sus referencias intertextuales dentro de la Biblia y en otras culturas, ¿qué queda? Aplicados los métodos lingüísticos, sociológicos, historiográficos, arqueológicos y todo lo demás, ¿qué queda? La gran pregunta del exégeta es esta especie de destilación hasta encontrar el buen aroma que sepa al Dios no buscado, ni deseado, ni proyectado, sino encontrado.
Es común en muchas comunidades cristianas leer la Biblia buscando “lo que me dice”, con afán de aplicarlo a la propia vida. Incluso hacerlo en grupo, con otras personas. La Lectio divina entró con fuerza para quedarse. Pero ningún esfuerzo para una reducción ética o moralista, en el peor sentido, y mucho menos la satisfacción intelectual de saber no sé qué cosas dijeron otros, vale un ápice en comparación con entrar en diálogo con el Dios vivo y verdadero a través de su propia Palabra. El valor poético o cultual de la Escritura no vale un ápice al lado de semejante oportunidad para el diálogo con Dios mismo.
Pero la exégesis no es una actividad de consumo personal en exclusiva. Sin duda alguna el más enriquecido será el estudioso, aunque no se queda ahí anclado. Se trata también de enriquecer la Iglesia, saber explicar a otros, hacer de puente entre las personas hoy con sus bagajes y la propia Escritura.