Parece evidente que nunca ha habido una época en que no hayan funcionado las cartas de recomendación. Tampoco la nuestra. Véase, si no, lo que ha ocurrido con los negocios de la esposa de Pedro Sánchez –a la sazón presidente del Gobierno–, avalando empresas –por medio de cartas firmadas de puño y letra de Begoña Gómez– que luego recogían jugosas subvenciones del Consejo de Ministros. La diferencia es que ahora da vergüenza reconocerlo, por eso a esas cartas de recomendación se las cambia de nombre y se las llama “declaraciones de interés”.
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Como ya dijimos aquí hace unas semanas, en el epistolario paulino encontramos una carta de recomendación: la carta a Filemón. En ella, Pablo escribe a su amigo –hermano en la fe– Filemón para que acoja benévolamente a Onésimo, que probablemente era un esclavo fugado de la casa de su amo. Según las costumbres romanas, ese esclavo tendría que ser ejecutado, y además mediante crucifixión, para hacer ver la gravedad del hecho y que pudiera servir así de escarmiento para otros.
También citábamos una carta de Plinio el Joven, que escribe a su amigo Sabiniano para hacer algo parecido. Ahora la citamos entera: “C. Plinio a su querido Sabiniano, salud. Tu liberto contra el que te muestras furioso ha acudido a mí y, echándose a mis pies como se hubiera echado a los tuyos, no se quiere apartar. Ha llorado mucho, ha implorado mucho y también ha guardado silencio por mucho rato; en una palabra, me ha hecho creer en su arrepentimiento. La verdad es que creo que se ha enmendado y se ha dado cuenta de su error. Sé muy bien que estás enfadado y encolerizado. Y sé que tienes toda la razón. Pero la mansedumbre es especialmente meritoria cuando hay motivos justos para la cólera. Has querido a ese hombre y me imagino que le quieres todavía. Basta entonces con que te dejes doblegar. Podrás enfadarte de nuevo, si se lo merece, porque ahora, si te dejas ablandar, tu nuevo enfado sería más razonable. Ten en cuenta su juventud, sus lágrimas, tu bondad natural. Deja de atormentarle y de atormentarte tú mismo por él; porque la cólera no deja de ser un tormento para una persona tan mansa como tú. Tengo miedo de que creas que te lo exijo, en lugar de rogártelo solamente, si uno mis lágrimas a las suyas; pero las uniré con tanta mayor abundancia cuanto que yo mismo le he reprendido con viveza y severidad y le he amenazado sin rodeos con que nunca más volveré a interceder por él. Esto se lo dije para asustarle a él, pero no por ti, pues estoy seguro de que obtendré siempre lo que te pida. Pero se tratará siempre de una súplica que para mí sea decente dirigirte y para ti escucharla. Adiós” (Plinio el Joven, Cartas IX,21, entre 98-117 d. C.).
Tablas de corazones
Las mejores cartas de recomendación son aquellas que san Pablo dice a los Corintios: “¿Empezamos otra vez a recomendarnos?, ¿o será que, como algunos, necesitamos presentaros o pediros cartas de recomendación? Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todo el mundo. Es evidente que sois carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne” (2 Cor 3,1-3).