La muerte
Este domingo, 29 de mayo de 2023, ha fallecido a los 92 años el escritor Antonio Gala. Lo hacía en el convento de Córdoba en el que vivía y que había sido transformado en una fundación con su nombre en la que impulsar la creatividad artística de los más jóvenes. Allí vivió durante varias sacudidas las consecuencias del cáncer y una precaria salud cuyas secuelas llevan décadas marcando su cuerpo y su alma.
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Su nombre completo era Antonio Ángel Custodio Sergio Alejandro María de los Dolores Reina de los Mártires de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos y sus apellidos Gala Velasco. Nació mundo el 2 de octubre de 1930 en Brazatortas (Ciudad Real), aunque con 9 años su familia se trasladó a Córdoba. Lector de san Juan de la Cruz o Rilke desde joven, la vida académica le llevaría a estudiar Derecho en Sevilla y Filosofía y Letras en Madrid. Una crisis existencial acaba por llevarle a la Cartuja, Portugal o Florencia. Será clave para dedicarse a la escritura con obras de teatro, novelas, poesías, columnas o guiones…
‘Los verdes campos del Edén’ (1963), ‘Los buenos días perdidos’ (1972), ‘Anillos para una dama’ (1973), ‘Las cítaras colgadas de los árboles’ (1974), ‘Petra regalada’ (1980), ‘Samarkanda’ (1985) o ‘Carmen, Carmen’ (1988) son los títulos de algunos de sus primeros dramas donde las referencias religiosas son bastante evidente. ‘El manuscrito carmesí’ (1990) con el que gana el Premio Planeta le lleva al gran público. Luego seguirán obras como ‘La pasión turca’ (1993) o ‘La regla de tres’ (1996). ‘Los papeles de agua’ (2008) fue su última novela.
Las afueras
Andalucista apasionado de la cultura árabe, en las últimas décadas se mostró inflexible en un ateísmo casi militante. Un materialismo que contrasta con una sensibilidad por lo inmaterial como es el arte o la belleza. En ese sentido es muy elocuente su novela ‘Las afueras de Dios’ (1999) en la que se narra la historia de la hermana Nazaret, una monja que atiende ancianos en un asilo y que a los 40 años sufre una crisis que la lleva a abandonar los hábitos para casarse. Al final de su vida, ya viuda, vuelve a a la atención de los necesitados y acaba en un asilo como el que atendía.
Las reflexiones de la monja y la esposa sobre la el amor, la muerte, Dios o el suicidio… van abriendo el camino a una creencia sin Creador, a un sentimentalismo consolador frente a una religión deshumanizadora. Y es que el resentimiento ha tomado el discurso sobre la religión, la vida religiosa o la antropología cristiana –especialmente en materia sexual–. Quizá eso es lo que habite a las afueras de Dios.
La Cartuja
“Siempre he pensado que Dios es mucho menos prudente que los hombres, religiosos o laicos” escribe en sus memorias ‘Ahora hablaré de mí’ (2000). En ellas hace una breve referencia a su paso por la Cartuja de Jerez, apenas dos páginas en un grueso volumen. Llega al monasterio huyendo del ambiente que vivía mientras preparaba la oposición para abogado del Estado.
“Cuando le digan a su caridad que en la Cartuja no se come, conteste que no es verdad: se come cuando se puede, y no es conveniente desperdiciar la ocasión” es uno de los consejos que le da el maestro de novicios a quien tuvo que socorrer tras una indigestión producida por remolacha, que el monje había comido por su parecido al chorizo que tanto anhelaba.
“Yo andaba noche y día quebrantando las reglas. Corría por los claustros; no esperaba los diez metros obligados de distancia de otros para abrir mi celda; tuve que atarme los pies con una traba para no galopar; no comía, y ponía ‘abstinentia’ en el torno demasiado a menudo, y como en las comidas se bebía vino de Domecq aguado, al no comer me agarraba unas teas monumentales”, relata preparando el momento de la expulsión. En este sentido acusa que “Don Pompilio María, que había sido general de los calasancios, me denunciaba en las sesiones de arrepentimientos y faltas a la regla, y bastantes días tenía que tumbarme, como castigo, a la puerta de la iglesia para que me pisaran los demás. Ninguno lo hacía, salvo Don Pompilio, que quería mi bien”.
Tras esto, concluye: “Recuperé en la Cartuja de la Defensión de Nuestra Señora el equilibrio y la paz interior; pero tenía la obligación de entregar al prior cuanto escribía. Don Luis María de Arteche entendió que mi voz no era su silencio; que tenía que hablar y escribir y actuar fuera. Como el endemoniado de Gerasa, al que Jesús exorcizó, aunque sus demonios eran legión, y cuando quiso seguirle, se lo negó. Cuenta lo que el Padre ha hecho contigo, le ordenó y lo apartó de sí. Vestido con el traje con el que había entrado en la Cartuja, me despedí del prior en el jardín de su celda. ‘Te envío, disfrazado de joven Gala, como oveja entre lobos. No nos olvides nunca’. Así salí de aquel convento, desconcertado una vez más, sin saber del todo cuál era mi sitio”, relata en las memorias cerrando este capítulo de su vida.