Siempre me ha llamado la atención el poco aprecio que dispensamos al tiempo de Pascua, sobre todo en comparación con el Adviento y la Cuaresma, de gran importancia para nuestra teología, liturgia y pastoral.
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El Adviento, en cuanto preparación para la Navidad, y por coincidir con el fin del año civil, nos invita a disponernos de la mejor manera para recibir al Niño Dios, por una parte, pero también se incrementan las reuniones decembrinas, muchas de ellas disfrazadas como posadas, por lo que abundan los antojitos, los alcoholes y los regalos. No falta quien se anima a proponerse algún sacrificio, con la ganancia secundaria de no subir mucho de peso.
Este entrenamiento religioso, por llamarlo acorde a las justas deportivas, nos sitúa en la actitud del vigía que aguarda un acontecimiento importante: el nacimiento de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios. De ahí su valor.
Con la Cuaresma sucede algo semejante. Desde el Miércoles de Ceniza caminamos hacia la Semana Santa para compartir con Jesús su muerte y resurrección, su paso. Con la imposición del polvo en la cabeza, en señal de duelo y mortificación, se nos invita a incrementar nuestras oraciones, privaciones y obras buenas. Aquí se estilan todavía más los buenos propósitos, y la liturgia nos ofreció este año textos emblemáticos sobre los diálogos de Jesús: con el diablo, sus apóstoles más cercanos, la samaritana, el ciego de nacimiento y las hermanas de Lázaro.
Este adiestramiento espiritual ofrece una cara más estricta que en las épocas invernales, y la falta del aleluya en las misas, más el rigor propio de las oraciones -colecta, en las ofrendas y después de la comunión- hace que la época adquiera una relevancia significativa.
¿Y la Pascua? Después de la inmensa efusión festiva en la Vigilia del Sábado de la Semana Santa, con los hermosísimos signos del fuego y el agua, más la abundancia de lecturas bíblicas, los curas nos vamos de vacaciones, y la alegría post-resurrección adquiere una atmósfera de tranquilidad, un declive en la intensidad.
¿A qué se debe este tenue apagamiento? Es cierto que las tres grandes etapas litúrgicas del año, más el tiempo ordinario, tienen su propia especificidad y relevancia. Pero si atendemos a su duración, por ejemplo, notaremos que mientras el Adviento dura menos de 30 días, y la Cuaresma 40, la Pascua se extiende por 50 jornadas, seis domingos, para coronarse con las fiestas de la Asunción, Pentecostés y la Santísima Trinidad.
Además, si algo nos debe distinguir a los seguidores de Jesús es, precisamente, la certeza de su resurrección, garantía de la nuestra, y el tiempo pascual nos debería hacer vibrar con esta seguridad.
Ojalá y se notara este aroma de alegría, no tanto en los adornos de los templos parroquiales y las Catedrales, sino en nuestros rostros que comunican la felicidad de saber que nuestro referente no está muerto, sino que ha resucitado. Nunca como en estas semanas necesitamos ser promotores de esperanza, y estamos llamados a brillar con nuestra luz en un mundo acosado por las tinieblas.
Pro-vocación
No sé si usted vio la reciente foto del Dalai Lama con un niño. De inmediato líderes del gobierno tibetano exculparon a su líder acusando al gobierno chino de emprender una campaña de desprestigio en su contra. “Se trató de una broma”, argumentaron sus defensores. Quizá. Sin embargo, extrañé las habituales condenas, merecidas, desde luego, que en casos semejantes se hacen a la pederastia clerical. De lo que estoy plenamente convencido es de que si la imagen correspondiera a un obispo católico, o peor aún, a un Cardenal, la reacción sería diametralmente distinta.