En estos duros tiempos de coronavirus los pobres siguen pagando por una crisis que no causaron. Hoy , como ayer, quiero fijarme en aquellos pobres invisibles que no tienen techo propio donde cobijarse, identificados con la noche o con el cartón que les envuelve, anónimas y fantasmagóricas sombras de quienes de día solo veíamos (ahora no podemos apenas salir a la calle) una mano que pide limosna o la bolsa de plástico que protege la comida “sociocaritativa”.
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En época de pandemia hay muchas sensibilidades abiertas que recuerdan que ellos “no tienen casa donde quedarse”. Y creatividad en las respuestas. No tienen donde construir expectativas, donde calentarse, dormir, soñar, proyectar, curarse de las heridas cotidianas… Más de 40.000 en España. Y todo ello sin contar el dato de que más de 800.000 hogares y 2,1 millones de personas sufren situaciones de inseguridad en nuestro país.
Cayeron en las calles, en un día gris.
En los bancos del parque, su nube de papel.
Los charcos, las aceras, los portales al anochecer
los vieron mirando un cielo donde no pueden volver.
Han ido recogiéndolos (muchos de ellos migrantes) estos días. Personas que “viven” en la calle, que están tan al límite, tan al borde de la exclusión social, que la mayoría de las veces, ni siquiera existen, son invisibles para el resto del mundo. Cuando se hacen visibles (noticias en la prensa de muertes por frío, incendios, agresiones, recogidas estos días en pabellones públicos, etc.) muchos dicen en alto: viven en la calle porque quieren. Y así parece que les dejamos el “asunto a ellos y ellas”. Pero, sí hay razones para vivir en la calle y, en la gran mayoría de los casos, nada tiene que ver con decisiones libres, meditadas y personales.
“Sus alas se han caído,
no recuerdan ya de donde han venido,
ni si hubo alguna vez un paraíso distinto,
a una sonrisa y una taza de café…
Me viene a la memoria una carta pública de la hija de la indigente Rosario Endrinal –que antes había ejercido de secretaria– que recordaba a su madre (abrasada por dos jóvenes mientras dormía en un portal hace años) “tan elegante que la miraba durante horas mientras se arreglaba y se maquillaba”, y que “quizá algún día como el que murió habría decidido comenzar a aceptar ayuda para volver a ser quien había sido”.
Por eso no podemos guardar con llave –tampoco en esta época de encierros y recuerdos– en una caja ordenada y con una única respuesta situaciones ajenas y personales, procesos propios y ajenos, caminos de idas y venidas, y salidas, y rupturas, y reconstrucciones, y desapariciones… y de vuelta a empezar, mil veces… y buscando o manteniendo el sentido, otras mil.
Hay que aprovechar este tiempo para abrir la caja. Y quien lo desee que dé gracias a Dios “por tanto bien recibido” (que diría San Ignacio). Le hará bien. Son miles de hechos de vida. Pero también son miles de vidas que intentan sobrevivir con esperanza con el “peso de sus mochilas vitales”, (también en el confinamiento donde parece que el peso es mayor) donde se agolpan desordenadamente momentos, fracasos, las bajadas de tobogán, los dolores… las ausencias… los llantos. Pero también las risas, lo aprendido… el logro… En esa mochila está el barrio donde has nacido, la familia que te ha criado, las vivencias en la niñez y en la adolescencia… la posibilidad o imposibilidad de tener educación, salud, ocio, cariño, vacaciones, vivir en tu tierra o no… Unos tienen muchas posibilidades. ¡Otros muchos no!
Pero nada puede hacer que un ser humano pierda su dignidad: nada que haga, nada que viva, nada que piense o sienta. Ni quedándose en casa (que para eso podemos aplaudir desde las ventanas o tocar las campanas) ni fuera de ella, aunque esté en la azotea de un CIE.
Y entre un mar de zapatos y aceras,
en su isla de cartón viajan lejos,
tan lejos de su paraíso, tan cerca del infierno al que cayeron.
Y el frío congeló la esperanza.
Y el hambre hizo olvidar los olores del mar
y las flores en la noche.
Cada uno de nosotros andariegos con el farol de nuestra verdad en la mano, peregrinamos –en estos días esto es un “decir”– caminos interiores y exteriores. Los que nos dejan y/o queremos caminar. Y en esa andadura, sentir hogar, vivir hogar, encender hogar, oler hogar, proyectar hogar, soñar hogar… sirve para tejer las redes que dan soporte para la vida plena en dignidad y en derechos. Muchos sin embargo están rotundamente solos, sin techo ni hogar. A la intemperie.
Caminan por las calles, mundo sin alturas.
No hay vértigo, no hay miedo, no hay donde caer.
Y mientras saborean el menú del hambre:
“Tan cerca de la tierra el pan no sabe igual”.
Caídos desde el cielo. Atados en el suelo.
El tiempo de confinamiento para muchos puede ser –entre otras claves– sabor de hogar. Otros, sin embargo saborean el menú la soledad desasosegada que produce la pobreza y la exclusión. No lo olvidemos.
*’Los ángeles duermen en las aceras’ es una canción de Pedro Sosa.