No sé si a quienes me leéis os sucede lo mismo, pero yo empiezo a sentir el peso de un cuatrimestre que empezó en un lejano, demasiado lejano, mes de septiembre. A estas alturas de la vida y del curso académico, una se descubre arrastrándose por los días de la semana, suspirando por el momento en que los exámenes, desgracia para universitarios, pero respiro para profesores, asomen en el horizonte y nos permitan cerrar etapa, resetear la mente y, de paso, impulsar proyectos que resultan muy difíciles de combinar con los horarios propios de las clases. No creo ser la única que estoy cansada y que llevo la cuenta de los días que faltan para las vacaciones, lo que no es mala disposición interior para acoger, un año más, el Adviento.
- Black Friday en Vida Nueva: suscríbete a la revista en papel con un 20% de descuento
- PODCAST: Dar la cara por la Iglesia
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
“Despertarnos del sueño”
Este tiempo litúrgico tiene la facilidad de pasar bastante desapercibido, oculto entre los anuncios de colonias, juguetes y regalos navideños. La invisibilidad de esta oportunidad para reiniciarnos y renovar el asombro ante la Encarnación está asegurada, teniendo en cuenta que los centros comerciales llevan anunciándonos la Navidad desde hace un mes. Con todo, no deja de ser un momento propicio para, como invita Pablo, “despertarnos del sueño” (Rm 13,11), especialmente cuando más somnolientos y adormilados vivimos por las urgencias de lo cotidiano.
El sopor que preocupa y del que se nos invita a espabilarnos en Adviento no es ese que a final de año se hace más evidente, que arrastramos especialmente los lunes y que se sacude con una buena siesta. Se trata, más bien, de una manera de manejarnos por la existencia, impulsados por la inercia, sin percibir lo valioso, a medio gas y dejando que se nos escurran entre los dedos miles de motivos para el asombro y la esperanza. Esas razones que, en realidad, apuntan a un Dios que cumple sus promesas, pero de modo desconcertante, que interviene en la historia, pero en lo pequeño y que está viniendo cada día a nuestras existencias.
Desde el peso del cansancio acumulado igual pediríamos con más ganas un “venid, vacaciones” que ese deseo repetido que la liturgia insiste en invitarnos a gritar: “Ven, Señor”, pero entendemos mejor qué implica sacudirnos el sueño de encima. Ojalá en estos días nos mantengamos en vela y nos despertemos a la Vida, con mayúscula, que se escabulle entre nuestras rutinas.