El 31 de octubre de 1517 el monje agustino Martín Lutero (1483-1546) publicó 95 tesis contra la venta de indulgencias. Según la tradición, lo hizo clavándolas en la puerta de la capilla del castillo de Wittemberg. De eso hace 500 años y la fecha se reconoce como símbolo de la reforma protestante, cuyo quinto centenario se conmemora este año.
Con ocasión de esta conmemoración se me ocurre preguntar qué tanto sabemos los católicos hispanohablantes de Martín Lutero, teniendo en cuenta la instrucción religiosa que recibimos. Creo que poco más de algún dato anecdótico, como la escena cuyos 500 años estamos recordando, su traducción de la Biblia o su matrimonio con la monja Catalina Bora tras escapar ella del convento en un carro entre barriles de pescado.
Y quienes pertenecemos a la generación que recibió instrucción religiosa antes del Concilio Vaticano II, estoy segura que estos datos están adobados de prejuicios y actitudes antiprotestantes que hacían parte de dicha instrucción, que nos enseñó a rechazar las críticas de Lutero a la Iglesia de Roma, convenciéndonos de su perversidad porque no creía en la Virgen ni en el Papa y presentándonos una historia del cristianismo desde la perspectiva del catolicismo romano con absoluto desprecio de cualquier otra tradición religiosa.
¡Menos mal que el Concilio Vaticano II (1962-1965) dio un paso importante en el diálogo intereclesial aunque, desde el horizonte del ecumenismo y por consiguiente desde la convicción de que la única iglesia verdadera es la católica, se mire por encima del hombro a las iglesias que no están en comunión con Roma!
¿Por qué protestó Lutero?
La vida cortesana del siglo XVI, con sus intrigas palaciegas y la preocupación por las obras de arte que eternizaran a sus patrocinadores, se había adueñado de la Iglesia de Roma, y fue lo que el monje agustino vio en su visita a esta ciudad.
Además, como la construcción de la Basílica de San Pedro dejó saldo rojo en las arcas de la Iglesia, el papa León X pidió la contribución de los fieles para terminarla y cancelar las deudas con los banqueros que habían adelantado el dinero –a manera de contraprestación, a los donantes se les ofrecía una indulgencia o amnistía por sus pecados– y ese fue el motivo de la protesta de Martín Lutero cuando clavó las 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg.
Pero el asunto de las indulgencias se convirtió en conflicto de autoridad que se sumó a otras voces de protesta contra la absolutización del poder por parte del clero y su vida disoluta. A las críticas respondió el Papa condenando a Lutero, con lo que sus críticas se hicieron aún más violentas y la respuesta de Roma fue la excomunión. Y probablemente Lutero habría ido a la hoguera si no hubiera contado con el respaldo de los príncipes alemanes que se negaban a financiar las aficiones artísticas de los pontífices.
Entonces para refutar y condenar a Lutero y a otros Reformadores –Calvino, Zwinglio y Melanchton– la Iglesia convocó el Concilio de Trento, que sesionó entre 1545 y 1563. Y en la condena de Trento se oficializó la división entre los partidarios de la Reforma y los defensores del Papado, con la consiguiente separación definitiva de la Iglesia de Roma y la Iglesia Reformada, y la doctrina establecida por los padres conciliares pasó al Catecismo Romano o Catecismo de Trento y a otros catecismos, como el del padre Astete, cuya enseñanza fundamentó la fe y la práctica de los católicos durante los siguientes cinco siglos. Que aprendimos, por eso, a rechazar y a temer a cualquier idea que tuviera visos de protestantismo. ¿Fin de la historia?
Cambio de opinión acerca de Lutero en el mundo católico
Afortunadamente el Concilio Vaticano II produjo un cambio de óptica, no sólo al facilitar las relaciones de la Iglesia de Roma con las Iglesias de la Reforma sino porque en sus documentos hay huellas del pensamiento de Lutero.
Por ejemplo, al interpretar la Iglesia como pueblo sacerdotal, el Vaticano II se refirió al sacerdocio común de los fieles –sacerdocio bautismal– como anterior al sacerdocio ministerial, afirmando, así, la igual dignidad de todos los cristianos en la diversidad de funciones.
Que era lo que Lutero proponía al decir “que todos los bautizados somos sacerdotes en igual grado que ellos, como en realidad lo somos” y deducir que “todos los que somos cristianos somos también sacerdotes. Los que se llaman sacerdotes son servidores elegidos entre nosotros para que en todo actúen en nombre nuestro”.
Otro ejemplo es su crítica a los sacerdotes que se consideraban superiores a los laicos “que están ungidos por el Espíritu Santo” mientras “el sacerdocio no es más que en ministerio”, como también su interpretación de la Iglesia como la asamblea de los creyentes en la que todos participan en el único sacerdocio, el de Cristo, porque él es el único mediador. ¿No es esta la eclesiología de Vaticano II?
En cuanto a las relaciones entre la Iglesia de Roma y las Iglesias de la Reforma, son significativos los trabajos de la Comisión Mixta Católico-luterana. La declaración “Martín Lutero, testigo de Jesucristo”, con motivo del quinto centenario del nacimiento del Reformador en 1983, lo reconoce “como un testigo del Evangelio, como un maestro en la fe, como un heraldo de renovación espiritual” y afirma que el núcleo de la teología de Lutero coincide esencialmente con la tradición católica.
Por su parte el Informe “Del conflicto a la comunión”, preparado para la conmemoración de los 500 años de la Reforma, plantea que “a la luz de la evidente renovación de la teología católica en el Concilio Vaticano II, los católicos pueden apreciar hoy las inquietudes reformadoras de Martín Lutero y considerarlas con más apertura de lo que era posible anteriormente”. También la carta de Juan Pablo II al cardenal Willebrands en 1983, que lleva por nombre “La verdad histórica sobre Lutero”, pone de relieve el cambio profundo que Lutero produjo en la Iglesia y cómo su impacto todavía perdura.
Probablemente si Lutero hubiera vivido en la segunda mitad del siglo XX habría sido uno de los teólogos del Concilio Vaticano II. Que logró lo que Lutero pretendía, al volver a las fuentes, al recuperar el sacerdocio universal de todos los bautizados o sacerdocio común de los fieles, como también al interpretar la Iglesia como comunidad que nace del dinamismo de la Palabra y de la fe y el ministerio eclesial como servicio.
Probablemente, también, el enfrentamiento se habría podido evitar si las autoridades de la Iglesia de Roma hubieran tenido una mayor apertura y si las críticas del Reformador no hubieran estado cargadas de ataques personales y agresividad en su propuesta de liberar a la iglesia de la cautividad babilónica. Pero esa es la historia.
Lo que es posible, hoy, es releer esta historia para reconocer que “la reforma seguirá adelante con determinación, lucidez y resolución porque Ecclesia semper reformanda”, como dijera el papa Francisco en su discurso de Navidad de 2015 y lo confirman los hechos.