Cada vez estoy más convencida de que la sabiduría se esconde en lo cotidiano y que basta con estar un poco atenta para reconocer sus huellas a pie calle. Cualquier rincón es bueno para asomarse y dejarse ver, incluso un cubo de basura. El otro día vi en uno de ellos una pintada que decía: “Quien no sepa de sótanos, que no me hable de balcones”. Y a mí, que tengo cierta “deformación” bíblica profesional, esta frase me recordaba a uno de los libros de la Escritura que siempre me ha resultado de lo más atractivo. El libro de Job aborda sin paliativos el interrogante que siempre despierta el sufrimiento del inocente. Mientras Job reta a Dios a responderle en su clamor dolorido, unos amigos se dedican a proclamar la teología oficial, obviando el grito de su amigo. Mientras Job se arrastra por los sótanos, ellos le hablan de altos balcones.
Me temo que, con demasiada frecuencia, somos más dados a ejercer de “amigos de Job” que de acompañar a aquellos que la vida ha herido. En el ámbito de la Iglesia estamos muy acostumbrados a hablar de alturas y de lugares elevados desde los que mirar el horizonte y el cielo. Pero ese discurso siempre tiene un regusto a artificial cuando se proclama sin haber visitado antes los más oscuros y profundos sótanos.
Saborear las bodegas más lóbregas, caminar por los más tenebrosos pasadizos nos inmuniza contra discursos huecos que, en vez de mostrar la belleza de los miradores, los ensombrece y oculta. Solo quien ha atravesado túneles oscuros está capacitado para hablar de terrazas, de luz y de alturas con el peso de una autoridad que se asoma en sus palabras, que otorga el conocimiento de causa y que todo “Job” reconoce con facilidad.