Hace un par de semanas, mi hijo me dijo: “Cuando sea mayor voy a tener mil hijos”. “¡Madre mía!”, dije yo, “¿y cómo piensas darles de comer? Porque mil personas comen un montón”.
“Ah, papi, es que a la mitad le daré de comer por la mañana y a la otra mitad por la tarde”.
Es una vergüenza
Ya lo comentaba en la anterior entrada, ¡bendita facilidad infantil para resolver problemas y hacer fácil lo complicado! Mi hijo, en un segundo y con firme convicción sobre su razonamiento, había establecido las bases para la construcción de un mundo más equilibrado: que no se descarte a nadie, que todo el mundo haga un esfuerzo y arrime el hombro para trabajar por la fraternidad/sororidad universal. Tan sencillo como eso.
Y tan complicado a la vez.
En esta época convulsa –si es que alguna no lo fue– descartamos con facilidad a cualquiera que no encaje en nuestra cosmovisión, virtual o presencialmente. Lo razonamos, teorizamos sobre ello y hasta aportamos líneas de acción concretas para paliar, minimizar o eliminar los efectos de una “cultura del descarte” ampliamente asentada y globalizada. Pero, al final del día, miles de individuos siguen perdiendo la vida por causas evitables.
Eso, como adulto, me abruma.
Guardo un recuerdo recurrente de mi infancia en el que mi abuela materna me decía: “No tires la comida, que hay gente que pasa hambre”. Y, a continuación, solía añadir: “Una guerra tendrías que haber vivido”.
Reconozco que durante una parte de mi vida esas palabras flotaron en mi cabeza como una coletilla más de entre las muchas que solía decirme mi abuela, ya fuera para reprender o para recompensar. Ahí se quedaron almacenadas durante años, influyendo en mayor o menor medida en mi proceso de desarrollo personal.
Sin embargo, en dos momentos posteriores cobraron una importancia superior.
Mi primer viaje a un país del África occidental, Ghana, supuso una primera toma de contacto con realidades que solo había escuchado de lejos. Pero fueron unas pocas semanas y, enseguida, regresé a “la comodidad del hogar europeo”.
Más tarde, durante mi experiencia de larga duración en la República Democrática del Congo, el recuerdo de mi abuela se hizo más vívido. Allí no solo vi, sino que también viví. Alguien me decía: “tú dime lo que comes en Europa y te lo hacemos”. A lo que yo respondía (resumidamente y en frases cortas para que quepa aquí): “No es necesario. Desde pequeño me enseñaron que al lugar al que fuera viviera de igual manera que los locales. De otro lado, no podrías permitirte la alimentación de allá. En tercer lugar, sería un derroche innecesario de recursos que podrían ser invertidos en otros menesteres. Y, por último, ¿has visto a la gente que vive ahí? No tienen esa opción; me parece inmoral”.
Supe distinguir claramente lo que era sentir apetito de lo que significaba tener hambre. Con la segunda, el alimento tarda más en llegar -si es que lo llega a hacer.
Buscando el término “hambre” en la Biblia me han salido 150 resultados, ciento dieciocho de los cuales pertenecen al Antiguo Testamento. Me ha llamado la atención este pasaje del profeta Ezequiel:
‘Haré que la tierra produzca en abundancia. Ya no experimentarán más hambre, ni pasarán más esa humillación ante los demás pueblos’.
Ez 34, 29
“Esa humillación” dice el profeta. El hambre genera vergüenza en quien la padece, especialmente cuando está en presencia “de los demás pueblos”, de otra gente que no sufre el mismo estigma.
¿Y qué ocurre en el interior “de los demás pueblos”, en su dimensión emocional? Al parecer esos otros pueblos, entre los que quizás yo también me incluyo, hemos desarrollado una suerte de anticuerpos afectivos para no empatizar con el sufrimiento ajeno. La vergüenza de quien padece nos resulta bastante indiferente. ¿Hambre? ¿Soledad? ¿Pobreza energética? ¿Trabajo precario? ¿Abandono social? ¿Estigmatización de por vida? “¡Qué más da! Que se esfuercen para salir de su situación y que no se quejen”.
A la familia que debe decidir alimentar a la mitad de sus miembros por la mañana y a la otra mitad por la tarde poco le ayudan las kilométricas reflexiones en el plano intelectual, mías o de otras personas. La institucionalización de los bancos de alimentos como opción primera no resuelve la estaca clavada en el corazón del sistema socioeconómico actual; nos asomamos a la ventana y vemos a una persona hurgando en el contenedor con la misma indiferencia con la que observamos el tráfico.
La peor de las lacras en este sentido, desde mi perspectiva, es la búsqueda de la modernidad reflexiva; no Modernidad con mayúsculas, sino el hecho de que los problemas deben ser analizados siempre desde ópticas nuevas marcadas por ciertas tendencias contemporáneas, añadiendo progresivamente una carga intelectual sobre ellos hasta que la cuestión que dio origen al constructo resulta pobre en su exposición o, desde ciertos puntos de vista, infantil y simplista. Pero, al final del día, mi vecina sigue pasando hambre y le da bastante igual lo que expusiera en su tratado el famoso “Fulano de Doppëngal”.
No reflexionemos en bucle
Me gusta mucho el libro del profeta Amós; creo que es absolutamente imprescindible leerlo detenidamente en la época actual. La búsqueda de la palabra “hambre” también ha arrojado un resultado en su libro, y me ha parecido tremendamente oportuno reproducirla aquí:
‘Llegará el día, dice Yavé, en que mandaré al país el hambre, mas no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yavé’.
Am 8, 11
¡Necesitamos más hambre como esa! Quizás los prejuicios llegarían a pudrirse como un fruto abandonado para dejar paso a la semilla del interior de la que podría brotar un árbol nuevo, con posibilidades renovadas.
Si para suplir el hambre inmediata surgieron los bancos de alimentos, ¿no necesitaremos también bancos de fraternidad/sororidad? ¿Sería mejor un cursillo? ¿Tal vez una asignatura obligatoria de la educación formal? Qué sé yo; un pequeño párrafo hacia el final de la entrada de un blog poco leído no parece el lugar más apropiado para discernir un aspecto que podría marcar una diferencia en el modo en que nos relacionamos socialmente.
Ojalá podamos algún día hacer nuestro, con profunda sinceridad, el clamor de la tierra y de las personas empobrecidas -sea cual fuere su pobreza. Para terminar, me quedo con un versículo del libro de los Proverbios que, por cierto, me ha recordado un poco a eso de darle de comer a quinientos hijos por la mañana y a otros quinientos por la tarde. Para otra entrada a lo mejor ya estamos preparados para aquello del “dadles vosotros de comer” (cf. Mt 14, 16):
‘Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber’.
Prov 25, 21