¿Quién no hay oído hablar aluna vez de “la pirámide de Maslow”? Posiblemente es uno de los constructos psicológicos más populares y, quizá también, uno de los más distorsionados, como ocurre con el inconsciente de Freud.
No pretendo entrar en detalles aquí. Solo quisiera compartir algo que durante mucho tiempo me extrañó y no hace mucho descubrí que encerraba una gran sabiduría: la necesidad humana de sentirnos valorados y reconocidos responde a un nivel superior de madurez o crecimiento personal que la necesidad de sentirnos amados. Lo explica en su libro ‘El hombre autorrealizado’.
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Previamente, en la base de esta pirámide imaginada, hay necesidades básicas de supervivencia: necesidades instintivas, que nos vemos impulsados a resolver para lograr un mínimo de seguridad que nos permita vivir y no morir. Según avanzamos “hacia arriba”, las necesidades son menos “animales” y más humanas. Más humanizantes. Más nucleares para poder ser quienes somos. Pues bien, antes de alcanzar el nivel máximo de autorrealización, donde la persona encuentra un sentido a su vida, está la necesidad de valoración y reconocimiento.
Dicho de otro modo: para crecer y avanzar personal y espiritualmente (no se puede separar) necesitamos que se nos reconozca como personas válidas, útiles (en el mejor sentido), valiosas. Y sí, no es suficiente con sabernos queridos; necesitamos, además, sentirnos reconocidos, confirmados, validados. ¡Claro que la principal fuente de valoración debe ser uno mismo!, ¡claro que podríamos estar anclados en niveles infantiles si nuestra estabilidad emocional dependiera de que otros nos reconozcan! Cierto. Pero Maslow nos descubre algo que nos devuelve parte de nuestra verdad. Humilde y frágil verdad: ser un adulto y sano no exime de necesitar que otros reconozcan lo que eres y haces. En dos sentidos: valorando lo bueno que hay en ti y en tus capacidades y validando que tal como eres, eres reconocido, aceptado, confirmado.
Valorar lo bueno del otro
Sin duda, por desgracia, nos suele costar valorar lo bueno del otro y, además, públicamente. Quizá por una humildad mal entendida, por envidias y celos no confesados o por un temor patológico a que la otra persona no sepa gestionar el elogio y entre en una espiral de orgullo y soberbia. Me imagino a Dios creando, según el relato del Génesis, con temor a decir en voz alta lo bien hecho que estaba todo, no vaya a ser que alguien pensara que era un egocéntrico peligroso. Sí, cierto, es un antropomorfismo torpe, pero como seguimos pensando que hemos sido creados a imagen y semejanza suya, sin duda se nos concede también esta bella capacidad de alegrarnos y gozar con lo bueno propio y ajeno, hasta el punto de no tener reparo alguno en decir bien alto: “qué bien hecho está esto… qué buena profesional… qué gran persona eres”, o lo que corresponda cada vez.
Y nos queda esa segunda forma de reconocer: ¿hay acaso algo más frustrante y dañino que no reconocer al otro tal como es? ¿Acaso no nos encontramos con personas que dicen querernos mucho –y seguramente es cierto– y que son incapaces de re-conocernos tal como somos?, ¿acaso no nos encontramos con personas estupendas que, sin embargo, solo nos dan espacio y tiempo si somos como ellos esperan que seamos? Cuando esto pase, si puedes, aléjate de ellas. De lo contrario, cualquier día descubrirás frente al espejo que te has ido haciendo pequeñito, como si estuvieras misteriosamente bajo los efectos de una “jibarización” espantosa en que tienes que disminuir y hacerte invisible para que te sigan queriendo. Más aún: tienes que re-conocerte a ti mismo tal como ellos te re-conocen y no como eres y estás llamado a ser en lo profundo.
Practiquemos este sano ejercicio cocreador con el Dios de la vida: reconozcamos a los demás públicamente y en voz alta, reconozcámoslos como son, sin poner ni quitar nada. Expresémosles sin resquicio de duda que son personas de pleno derecho en este lugar y en esta vida, coincidan con nuestro estilo o no. Y donde no lo hagan con nosotros, volemos. Seguramente no han visto nuestras alas y no saben que podemos volar. No lo reconocerán, pero les sorprenderemos.