Fue Sartre quien dijo, como gran sofista de nuestro tiempo, que el infierno son los otros. Con esa dureza se expresó uno de los autores más leídos del siglo anterior no tan lejano. Y la respuesta no fue, frente a todo lo esperado, una ola de enorme solidaridad y revisión propia, sino el despliegue del individualismo más desencarnado e indiferente. El mismo que el papa Francisco ha vuelto a denunciar en Asís en un encuentro sobre economía: “La insostenibilidad espiritual del capitalismo”, de este capitalismo que todo lo objetiva y mercantiliza, cuya extensión pretende ser total. Late siempre, siempre la conciencia de que otro mundo es posible, que ni la historia, ni la naturaleza tienen la última palabra. Solo comprendiendo así la libertad, por exceso de responsabilidad, es posible abrirse a la esperanza.
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En cierto sentido, han comenzado no pocos movimientos minoritarios con propuestas alternativas y creíbles. Personas en salida del modo habitual de proceder que no comulgan tanto con presupuestos generales y sí con la dignidad de las personas, estableciendo lazos de confianza y pequeñas organizaciones que, al menos en primer término, invalidan la negación del otro. El proceso sinodal –sin los ruidos– es un signo de esto, del movimiento de aproximación desinteresada al otro, de escucha y atención consciente. Porque es deseable, muy deseable, que la Iglesia vuelva a brillar como comunidad y renueve su ímpetu y talante cultural, posibilitante y transformador. Las decisiones para todos son difíciles de tomar, pero no cuando se trata de acompañar el discernimiento cercano de unos pocos. En lo pequeño hay más agilidad, más respuesta y, de igual modo, menos posibilidad de excusa y parapetos.
Recuperar aliento
Las alternativas que se van abriendo coinciden, en cierto modo, con recuperar aliento, Espíritu. La pneumatología será asignatura pendiente siempre para la Iglesia y quizá sea bueno que sea así, para no encasillarlo todo, para no institucionalizarlo todo. Puede ser que esta puerta abierta a la profecía, a la que cabe apuntarse rápidamente con el deseo, como al heroísmo, al encaminar hacia la Cruz se vaya purificando. Aunque la locura, el fanatismo, la rigidez y la intolerancia están al acecho siempre para dejar todo en nada y explicar razonablemente el dolor por culpa de otros. Es interesante que la Iglesia, como el Espíritu, sea madre exigente y movimiento incómodo. No por contrastante para otros, no por la perspicacia inteligente de quien conoce perfectamente la viga en el ojo ajeno, sino por la suavidad con la que da a conocer a cada uno su propia mota, si no su aguijón, y seguir haciendo camino.
La paciencia, esa virtud que tan rápidamente se apropian los que se acomodan, tenía que ver con el sufrimiento y la resistencia, más que con la quietud. Era fidelidad en Alguien, entendido en sentido cristiano, más que en algo o, mucho menos, en sí mismo. Paciencia y barajar, dice Cervantes. Sobre todo porque la búsqueda no ha terminado. Hay tiempo, que recuerda Miguel García-Baró trayendo a Levinas y este con Rosenzweig y este con la Creación. Hay tiempo, cabría decir, también es urgencia y acción. ¿O es que no hay nada que hacer, salvo estar ociosos a la espera del último momento, a ver si sale bien y repetimos épicamente el momento en el que el dueño va pagando a todos sin mirar a qué hora se incorporaron al servicio?
Ojalá en la Iglesia se repartiera más el servicio. Nos buscaríamos más unos a otros y habría más networking, en el sentido del pescador.