JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“En España tampoco es que estén todos los obispos por la labor de hacer méritos por parecerse a este Papa…”
“Ser obispo hoy no es fácil”, reconoce uno, con una década de experiencia pastoral a cuestas. La imagen que la sociedad tiene de ellos, ciertamente, es cualquier cosa menos envidiable.
Hoy, en España, han cambiado mucho las cosas, sobre todo entre las generaciones más jóvenes, entre ellas, el crédito que merecen estas personas. Algunos pastores, fácilmente identificables por la indumentaria, apresuran el paso cuando han de cruzar las plazas de sus catedrales.
Paradójicamente, la imagen que la sociedad está haciéndose del papa Francisco tampoco les ayuda demasiado. A ver, ayuda a la imagen general de la Iglesia, claro que sí, pero, por comparación inmediata, deja mal parados a nuestros obispos, a buena parte de los cuales ni se les había pasado por la cabeza poner en riesgo de accidentar a su Iglesia en vez de tenerla bajo parapeto y disparando desde alguna que otra saetera de la torre. Es algo así como los hijos de esos grandes personajes que, por más que lo intenten, nunca serán capaces de superar los logros del progenitor.
Es verdad que en España tampoco es que estén todos los obispos por la labor de hacer méritos por parecerse a este Papa. A algunos les sale más natural que a otros. Pero lo que cuenta es que haya esa voluntad de ser más pastor que gestor, más padre que juez, más dispuesto al servicio que al poder. “Lo importante es que la herencia que nos deje Francisco impacte en la Iglesia española”, sostiene el mismo prelado. “Porque lo suyo nos ha cogido un poquito a contrapié”, afirma con humildad, aunque él sea de los más acompasados que conozco. Y sentencia: “Tenemos que hacer un cambio en profundidad, y en muy poco tiempo”.
Tal vez por eso, entre algunos obispos, sus referencias vuelven a ser figuras opacadas en la Iglesia, pero que han gozado del reconocimiento de la sociedad, lo que les hizo sospechosos. Como la del cardenal Tarancón.
Ya no se baja la voz para afirmar que su legado se laminó con tanta saña como poca elegancia, que los eclesiásticos impregnados de su espíritu sufrieron destierros y ostracismo o que, de haber profundizado en alguna de sus enseñanzas, hechas también de renuncias en servicio del bien general, quizás los jóvenes hubiesen perdido igualmente la fe, pero no la consideración, plaza fuerte desde la que siempre es posible el reencantamiento.
En el nº 2.901 de Vida Nueva
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