JUEVES. Las colas del hambre. Cáritas se empeña en acabar con ellas. Literalmente. Toca actuar ante la emergencia. Incluso, no está de más visibilizar una realidad creciente para que los poderes públicos no se olviden. Pero la ONG de la Iglesia trabaja para que el pobre no quede todavía más estigmatizado por aguantar una fila durante horas. Y se están haciendo esfuerzos encomiables por dar citas y no exponer al último. Por no dejarle marcado. De por vida.
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VIERNES. Un compañero periodista habla de ética encarnada. No de manual. Ni de postureo digital. La de aquel que ha ha tenido que frenar la publicación de fotos y testimonios por no convertir denuncia en carnaza. Se mueve en la duda de cómo hacer saber la verdad de los abandonos de los ancianos, de las urgencias colapsadas… “No se trata de buscar cabezas de turco, pero esto no se puede repetir”, comparte. ¿Feliz? Jornada de las Comunicaciones Sociales.
DOMINGO. Misa de desconfinamiento. Somos veinte. Cura incluido. Regalo de acogida nada más llegar. Tan vital como las medidas higiénicas. Desde el altar, Juanjo saluda uno a uno por nuestro nombre. Al pastor que no se le escapa ninguna oveja. Tampoco las que faltan. Esos mayores de la residencia cercana que ya no volverán. “Todavía no he podido entrar, pero, cuando llegue, el panorama va a ser desolador”. Continúa la eucaristía. Homilía. Siempre ingenioso en sus parábolas de lo cotidiano. Tiene Maestro al que parecerse.
La Ascensión de Jesús como aquello que ‘perdemos’ en casa: no sabemos dónde está, pero está. Una sensación de pérdida que no es real, sobre todo cuando uno reinicia la búsqueda. Un Dios y una fe que parecen ocultarse en la niebla de la pandemia y, sin embargo, permanecen, aunque no a la vista del que exige pruebas fehacientes al minuto. Hay que esperar. Como esa comunión que llega. Por fin. A dos metros y con mascarilla. Pero sin distancias en ese reencuentro con Jesús. Que nunca se alejó en la cuarentena. Porque siempre estuvo. Porque siempre está.