Reflexiones para después de una catástrofe


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Estas reflexiones que comparto con ustedes están hechas desde el sentido común, y quieren ser constructivas. Este es el marco desde el que se formulan. Las catástrofes, junto con las pandemias y las guerras, son eventos dicotómicos, que dividen la vida de quienes las experimentan en un antes y un después. Las personas afectadas por las riadas en el Levante tardarán años en recuperarse, quizás décadas. Cuando visité Honduras en 2006 me llamaron la atención las continuas referencias al huracán Mitch, que había devastado el país 8 años antes.



En mi profesión existe una subespecialidad llamada “medicina de catástrofes” (‘disaster medicine’). Algunas profesiones, como bomberos y militares, están orientadas a este tipo de escenarios. Son los técnicos y expertos quienes deben hacerse cargo de la organización social en momentos así, y dependen del Gobierno de la nación, no de los autonómicos, sea Levante u otra comunidad autónoma.

Escenario de guerra

Desde el primer momento, cualquiera pudo ver que nos hallábamos ante lo que aún hoy se describe por los testigos como un escenario de guerra. No reconocerlo así y declarar el estado legal necesario indica dos posibilidades. Si no se hizo por desconocimiento, una absoluta incompetencia. Si fue por cálculo político, una capacidad de vileza que todavía desconocíamos, progresiva e irrecuperable.

El momento del análisis y el aprendizaje es ahora, dado que la historia reciente nos demuestra que más adelante no se realiza, más bien se oscurece y evita. “No podemos cambiar el pasado, pero podemos aprender sus lecciones” (Haim Herzog). En mi profesión, analizamos los síntomas y signos según se presentan en el paciente, no esperamos a que se haya muerto. Más bien, intentamos que esto no ocurra, adaptando maniobras diagnósticas y terapéuticas a cada situación.

Gestión catastrófica

Si tomamos como ejemplo la pandemia reciente, no me consta que nadie haya analizado en la gestión de la Covid-19 en España desde datos objetivos. Estos demostraban –como se publicó en medios científicos respetados como The Lancet– que nuestro país encabezó, en proporción a su población, las trágicas listas de fallecidos en Europa. Los muertos se contaron por centenares, en algunos momentos cerca del millar diario. Por ello, la gestión sanitaria puede calificarse de catastrófica. He olvidado el número de certificados de defunción que firmé en aquellos días, pero puedo asegurarles que no he olvidado a ninguno de los pacientes.

Si a todo esto le añaden la gestión sociopolítica, con uno de los confinamientos más estrictos de las sociedades occidentales (que luego se demostró inconstitucional), con la consiguiente destrucción del tejido industrial y empresarial (tal como acontece con la catástrofe presente) y el empobrecimiento de la población, el análisis es inequívoco: no parece casualidad que quienes gestionaron de forma catastrófica la Covid-19 hayan hecho lo mismo ante la DANA.

Médico general

Evidentes disfunciones

El Estado de las autonomías demuestra ante esta tragedia sus fallas y limitaciones, sus disfunciones. En cierto modo, podría definirse como fallido, al menos en algunos aspectos. Se ha constituido en miniestados, con una estructura administrativa carísima, cuya inoperancia se pone de manifiesto en situaciones así. Es un error la ausencia de un Estado fuerte, o más bien de un Gobierno resolutivo, que no utiliza las herramientas de que dispone. El resultado del desgobierno es el padecimiento de los ciudadanos, abandonados a su suerte.

Puede, con buena o mala fe y marcado sesgo ideológico, atribuirse esta tragedia en exclusiva al cambio climático, pero es una falacia y una simpleza torticera, y no prevendrá catástrofes venideras. Sin minimizar los factores climáticos, que por otra parte no son previsibles por completo, más bien cabe atribuir las peores consecuencias de las riadas a un urbanismo desnortado. Sin acometer las obras necesarias de saneamiento, en el futuro acontecerán desastres similares. Todavía es más trágico que se haya hecho dejación de las medidas de protección necesarias ante las riadas con argumentos ideológicos y un impostado ecologismo. Esto se ha antepuesto a la defensa de la vida humana y debe calificarse como criminal.

Algo positivo

Hay, sin embargo, algo positivo: la enorme oleada de solidaridad que se ha generado, la respuesta de la sociedad civil, de los voluntarios, de los donantes. Mientras se mantenga la generosidad del pueblo español, que se demuestra en momentos así, habrá esperanza para nosotros.

Para terminar, estos días hemos visto diversas reacciones ante la tragedia, la mayoría consistentes en indignación e ira, ambas comprensibles. Hay que recordar aquí a Martin Luther King, en el discurso que pronunció en 1963 en Washington, ante la estatua sedente de Lincoln. Frente al recurso a la violencia por parte de los ciudadanos negros que combatían la segregación racial, dijo: “No debemos beber de la copa del odio”. Y “no debemos ser culpables de actos injustos”.

Indignación e ira

Las palabras de King describen bien las reacciones de algunos ciudadanos, que puedo comprender, pero no aprobar. La indignación y la ira deben expresarse por canales cívicos, no con la violencia física o verbal. Claro que eso es fácil de decir desde un sofá, cuando nada se ha perdido, cómodo y caliente.

He compartido con ustedes algunas reflexiones sobre los últimos, trágicos días, de nuestro país. Más de dos semanas después, se sigue buscando desaparecidos, la gente intenta reconstruir casas, trabajos y vidas lo mejor que puede, y se alzan las voces de protesta. Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país, que merece algo mejor.