La enfermedad nos coloca en una situación de vulnerabilidad. Lo veo todos los días en la sala de hospital donde trabajo; en pocos lugares queda tan patente la debilidad humana: el enfermo depende en ocasiones de otros para alimentarse, limpiarse, para los cuidados más elementales. Necesita del personal sanitario para su tratamiento. En suma, depende de otros para sobrevivir. Confía en que le atenderán y cuidarán, en que acertarán con el diagnóstico y la cura, si esta es posible.
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Muchas veces, se tiene la sensación de perder el poder sobre uno mismo. Es el momento de poner la confianza en otros y, en último término, en Dios. En una sala de hospital se pueden hacer realidad las palabras de monseñor Romero: “Mira ante todo a Dios y solo de Dios recibe su esperanza y su fuerza”.
Renuncia a todo poder
El creyente acude al Evangelio para buscar una luz que ilumine las circunstancias que vive. Ahí encuentra a Jesús, que dedica su vida a luchar contra el sufrimiento (esa es una de las claves de lectura del Evangelio: combatir el sufrimiento humano en todas las ocasiones y contextos históricos) y renuncia a todo poder.
Como queda ilustrado de forma trágica en la cruz, Padre y poder son términos antagónicos, se excluyen mutuamente, son incompatibles. Donde está el Padre solo hay amor desarmado y entregado, nunca poder. Hay confianza de que Dios hará justicia más allá de la muerte y el sufrimiento presentes. Esto puede resultar consolador en situaciones de opresión y padecimiento.
Esto me llevará a ampliar mi reflexión más allá del poder de la persona, para traer a colación el poder económico, social y político, pero será en una próxima entrada. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.