Ya se sabía desde hace tiempo: Francisco tiene encandilados a los fieles e, incluso, a quienes no son creyentes. El problema está en una parte de los sacerdotes y pastores, que, lejos de contagiarse de la conversión pastoral que viene reclamando desde los inicios de su pontificado, se agazapan a la espera de que cambie la dirección del viento. Que ahora lo “oficialice” ‘L’Osservatore Romano’ no es sino la confirmación de que, para esas resistencias, algunos ya han perdido completamente el pudor.
Bergoglio, piensan, es solo una piedra en un camino todavía largo de recorrer y donde medrar. Para lo que es la media eclesial, son pastores jóvenes, y todo esto no deja de ser la lluvia de una noche de verano que apenas refresca la mañana. Las raíces del clericalismo son profundas y se han regado convenientemente hasta ayer mismo.
¿Dónde están los curas que transmitan esa alegría del Evangelio? El sistema está consiguiendo domesticar los eslóganes, las frases y casi los gestos del Papa, hasta casi lograr que hoy solo estremezcan a los fieles, que sí respiran esperanzados los nuevos aires. ¿Dónde están la audacia, el ardor apostólico, el brillo del contagio en los ojos? Quienes aún lo muestran se sienten un poco bichos raros, a la espera de que la ley del péndulo los vuelva a dejar, en el mejor de los casos, archivados en el cajón de los extravagantes, de los casos perdidos.
¿Dónde están los obispos que, sin más miras que el Evangelio, ponen en la primera fila a sus mejores curas, a los más arrebatados por aquel Jesús que mejor entienden los sencillos? ¿Son justos en sus cálculos?
¿Están a la altura de lo que les está demandando en este momento el papa Francisco o todavía siguen comportándose como reyezuelos, poniéndose de perfil ante sus demandas? Un perfil bajo que, precisamente, les delata.