Conocí a Daniel Ortega en 1979, a los pocos días del triunfo sandinista que derrocó al dictador Anastacio Somoza en Nicaragua. Fue en una reunión de los jóvenes comandantes, apenas rozando los 30 años, con quienes cursábamos un taller de teología y ciencias sociales en el Departamento Ecuménico de Investigaciones, de San José, Costa Rica.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- El Podcast de Vida Nueva: el tráfico y la trata como riesgo de los vulnerables
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Visitábamos la UCA, Universidad Centroamericana de Managua, y allí se dio el encuentro. Ortega, que parecía más bien tímido, se confesó ateo, pero agradeció a los cristianos sandinistas su participación en la revolución.
Como una muestra de gratitud, pero también por su reconocida capacidad, el nuevo gobierno escogió a religiosos para tres importantes carteras: a Ernesto Cardenal en Cultura -quien recibió la reprimenda flamígera de Juan Pablo II durante su visita a la capital nica-; a Miguel d’Escoto en Relaciones Exteriores y a Fernando Cardenal en Educación.
Todo era armonía entre ambos entes, el político y el eclesiástico, hasta que, convertido también en tirano, Ortega y su esposa Rosario Murillo han arremetido contra obispos y curas nicaragüenses, críticos de su gestión. Los ha encarcelado, vejado y, desde el 2018, 245 religiosos están exiliados, entre ellos el obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, el auxiliar de Managua, Silvio Báez y otros 14 sacerdotes, a quienes se les retiró su nacionalidad.
¿A qué se debió el cambio? ¿Qué le sucedió a aquel joven guerrillero, hoy perpetuado en el poder? Pues que no admite crítica alguna, y de la armonía y el agradecimiento, pasó a la confrontación y a la persecución.
Nicolás Maduro, otro autócrata, pero venezolano, ha seguido el camino inverso. Se ha peleado con los obispos de su país cada vez que ha podido, y los ha acusado de politizar sus púlpitos, de abandonar las enseñanzas espirituales que les corresponden, para pasarse del lado de la oposición.
Él -presume-, a diferencia de los prelados católicos, sí respeta al pueblo, mientras que ellos obedecen a los intereses norteamericanos y de los opositores venezolanos. Ha enfurecido porque el episcopado en pleno exige transparencia en los resultados electorales que, según muchos organismos internacionales, no le favorecieron en los recientes comicios.
Pero, en una súbita mutación, afirmó el pasado lunes 19 que el país se encamina hacia un fortalecimiento de las relaciones con la Iglesia Católica. También coqueteó con la Iglesia Evangélica y, en el colmo de la soberbia, se autodefinió como un hombre de Cristo, que cada vez ama más la Biblia.
Queda claro que, para ambos personajes, la relación con las Iglesias depende de las conveniencias: mientras ellas apoyen el regimen o, al menos no lo cuestionen, habrá armonía y concordia. Si se ponen críticos recibirán fustigaciones y golpes bajos.
Pro-vocación
Emulando la famosa homilía de monseñor Óscar Romero, quien dijera a los militares salvadoreños: “… les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”, los obispos del sureste mexicano y del norte guatemalteco han dirigido un mensaje a los creadores y ejecutores de la violencia en esa conflictiva zona. Y han utilizado casi el mismo discurso: “A los violentos, les demandamos: ¡Paren! Los seres humanos no son objeto de deshecho”. Bien por ellos. Pastores que defienden a su pueblo.