Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Resfriados por Navidad


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Por mucho que pretendamos ignorarlo, a nuestro cuerpo no le pasa nada desapercibido. Él se hace cargo de todas nuestras aceleraciones, tareas y cansancios y, claro, en cuanto aflojamos el ritmo, nos reclama un poquito de atención y decide hacer ver todo lo que le hemos hecho pasar a lo largo de los últimos meses.


Así, no es de extrañar que, al atisbar las vacaciones, sea el momento propicio para que la corporalidad de una servidora reivindique su existencia a golpe de estornudos y necesidad de pañuelos. No se trata de nada grave, por supuesto, sino de esos resfriados inoportunos que se pasan después de una semana, si te medicas, o de siete días, si no tomas nada. Es lo justo, en realidad, para recordarme lo sano que es descansar y lo sabio y frágil que es nuestro cuerpo. Sabio y frágil, porque cada vez me voy convenciendo más de que ambos calificativos suelen ir de la mano.

Ante la fragilidad

Me da a mí que ser sabio, en realidad, no es otra cosa que ir aprendiendo a situarnos de cierta manera ante la fragilidad, la nuestra y la ajena: no tanto como un inconveniente a soportar sino como una oportunidad que aprovechar.

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En el fondo, es esto lo que celebramos en Navidad, que la sabiduría divina, que ya decía Pablo que es mucho mayor que cualquier pretensión de sabiduría humana que tengamos (cf. 1Cor 1,20-21), no ha encontrado mejor camino para expresarse que aquel del límite.

Un cuerpo vulnerable

No sé cuándo hemos dejado de asombrarnos por eso de que Dios asuma la frágil condición humana por puro empeño de mostrarnos qué supone amar, qué significa implicarse en los encuentros y de qué manera vale la pena vivir para que nuestras existencias tengan sentido… y todo eso a través de un cuerpo vulnerable.
Es solo una hipótesis, pero creo que uno de los pecados del que más tendríamos que arrepentirnos los cristianos es de esa tendencia a recorrer el camino inverso de la Palabra, convirtiendo aquello que es carne en palabras huecas (cf. Jn 1,14).

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Quizá en estos días, que confesamos la encarnación del Hijo, podamos reconciliarnos con nuestra dimensión más biológica, dejar de colgarle los sambenitos que nuestro solapado dualismo le ha impuesto y escuchar con atención sus enseñanzas. De este modo, igual caemos en la cuenta de que celebrar la Navidad es también festejar la sabiduría divina que implica acoger y abrazar la fragilidad del cuerpo. Esa fragilidad que se pone en evidencia en la vulnerabilidad de un recién nacido, cuando nos asomamos a esas heridas, propias y ajenas, que nos siguen haciendo renquear en lo cotidiano, en el límite de nuestras fuerzas y posibilidades… o cuando nos resfriamos al llegar las vacaciones.