Todo ser humano, sin excepción, entre los 0 y los 6 u 8 años, vive “su propia salida del Jardín el Edén”. Sin embargo, esto no lo podemos moralizar de bueno o malo; es un misterio. Ya sea por hechos objetivos del mundo relacional y/o por la percepción de cada sensibilidad, cada uno de nosotros sintió que su amor completo y perfecto, recibió un golpe que lo trizó. Por esa grieta, inconsciente probablemente a esas alturas de la vida, se empezó a colar el frío, el desamor, el dolor del abandono, la frustración de no ser visto, la rabia de no ser cuidado, el rechazo de los que nos rodeaban o tantas otras vivencias que rompieron la vivencia de incondicionalidad, inocencia y apertura global a la vida y a sus maravillas a partir de lo que éramos.
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Esas vivencias de dolor y desgarro, algunos las han definido como la experiencia de rechazo, abandono, humillación, traición, abuso e injusticia. A nuestro parecer, es como romper un huevo para vaciarlo. Primero se hace un golpecito con una herida, por ejemplo, el rechazo, pero después se van mezclando todas y la fisura se abre y se triza nuestra alma con la confluencia de diferentes experiencias de desamor que van construyendo nuestro yo relacional.
Cómo la resolvemos inicialmente
Siendo niños, inocentes e ingenuos, empezamos a percibir que no somos amados ni aceptados como somos y surge la vergüenza y con ella el autodesprecio y por sobrevivencia, buscamos la forma de ir tapando esa grieta. Para eso, a muy temprana edad aparece en escena el “Ego” con gloria y majestad que nos ofrece una o varias máscaras, que son parte de nuestras múltiples identidades que nos constituyen como sujetos, para ayudarnos temporalmente a obviar el dolor y lo aceptamos para que empiece el rescate personal. Ser amorosos, perfectos, serviciales, “buenitos” es un modo de “limosnear” ese amor que no sentimos. Ser agresivos, controladores, irritables, exitosos, prepotentes es otra máscara que se suele usar para no mostrar la vulnerabilidad.
La hora de la verdad
Si bien la primera mitad de la vida pareció un aliado, más temprano que tarde el ego nos comienza a asfixiar, igual que si lleváramos la máscara puesta y no pudiéramos respirar. Cada día comienza a demandar más esfuerzo mantener la imagen que nos hemos construido y no sabemos qué hacer con nuestro verdadero ser, sentir y pensar. Estas fuerzas empiezan a presionar y terminan por aflorar con la herida madre en hemorragia generalizada. Y es que el ego es como una droga que nos vende “felicidad y validación”, pero después nos deja en el vacío y la soledad más dolorosa que podamos imaginar. Se defiende como “gato de espaldas” y nos inventa mil trampas para que no asumamos nuestra verdad y nos hace pensar que el mundo se va a acabar si mostramos lo que somos con autenticidad y libertad. Por lo mismo, nos podemos volver “paranoicos” y temerosos de los demás, por si nos descubren en nuestra realidad. Este vacío, frío del alma y soledad existencial es el principio del final ya que, con la crisis existencial, tenemos la oportunidad de deshacernos del ego/caparazón o seguir esclavos de sus designios para siempre, siendo muy infelices y haciendo muy infelices a los demás.
Algunas estrategias para esbozar la “herida madre”
Delimitar con exactitud la “herida madre” requiere la ayuda de un tercero profesional, de una comunidad y de mucho tiempo de trabajo psico espiritual. Quizás podemos aventurarnos con un primer boceto que nos puede dar luces:
- Revisar todos los días, con una pequeña pausa, buscar la “hebra principal” que nos quita la paz. Puede ser la ira, la inseguridad, el miedo, la angustia, la vergüenza… al menos identificar la emoción más predominante.
- Ver qué comentarios, gestos, acciones u omisiones de otros me doblan de dolor e intentar descifrar qué fibra de mi ser tocan: ¿mi dimensión corporal, emocional, cognitiva, espiritual? ¿Qué aspecto más específico de cada una de ellas?
- Revisar la historia de la primera infancia y escribir los mayores dolores, traumas o penas, tratando de identificar personas, situaciones, frases y lugares donde “ubicar” los principales “traumas” o trizaduras.
- Reconocer las máscaras que usamos con más frecuencia y ver con quiénes las usamos más y porqué. ¿Qué propósito buscamos? ¿Seguridad, control, pertenencia…?
- Trabajar con la crítica que más nos duele y ver a dónde y con quiénes de mi historia me conectan. Son la punta del iceberg de nuestra “herida”.
- Hacer consciente qué es lo que más nos molesta de los demás y ver si algo de eso puede ser proyección de nuestra propia herida o de lo que nos “rompió” en primer lugar.
Jesús, un ejemplo de vida
Aquellos que, como el mismo Jesús, son capaces de “bajar a los infiernos” y morir a su ego, son aquellos que son capaces de encontrar la fuente del amor que nunca se termina. Construyen su casa sobre roca y si bien no dejan de sufrir las consecuencias de la herida madre hasta la muerte, son personas que se convierten en bálsamo para los demás. La fisura que se produjo en nuestra alma al encarnarnos sólo la podrá rellenar Dios y su Espíritu cuando partamos de aquí, pero por mientras podemos ser como las cataratas de Iguazú. No importa la hondura de nuestras heridas, si nos ponemos al servicio, el agua de la vida nos atraviese regalará un bello testimonio a los demás