Inmediatamente después de la resurrección de Jesús, anunciada a los Apóstoles por aquellas mujeres que “fueron de madrugada al sepulcro”, el Evangelio nos presenta a algunos discípulos del Señor que van de Jerusalén hacia Emaús, discuten, no se ponen de acuerdo, están tristes.
El relato dice que el resucitado se acerca al grupo y empieza a caminar con ellos. Como en otras ocasiones, durante esos extraños días posteriores a la resurrección, el Señor se hace presente y no es fácil reconocerlo. Es el mismo que estuvo en la cruz, pero ha cambiado y aunque lo tienen a su lado no se dan cuenta quién es.
Su presencia en el camino modifica el tono de la conversación que mantienen aquellos viajeros. Jesús no discute sino que “empezando por Moisés y continuando por los profetas”, es decir, recorriendo toda la Escritura, les habla “sobre él”. Lo hace de tal manera que después dicen “¿no ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino?”.
En el texto queda claro que los discípulos ya conocen esos escritos a los que se refiere Jesús y que también están al tanto de lo que ha pasado esos días en Jerusalén; además conocen los anuncios de los profetas que hablan de la vida y la muerte del Mesías, seguramente algunos pasajes los saben de memoria; también han escuchado noticias que se refieren a la resurrección del Maestro pero sin embargo no comprenden y los invade la tristeza. Esos caminantes nos pueden recordar a algunas comunidades cristianas de nuestros días, quienes las integran saben todo lo que hay que saber y, sin embargo, no tienen vida, no experimentan la presencia del resucitado.
Al partir el pan
Ya en la casa, ¡al partir el pan!, los discípulos lo reconocen. Ese es el momento de re-conocer, de volver a conocer, el momento del reencuentro con Jesús. Es al compartir el pan cuando lo que saben de memoria se convierte en encuentro. No es suficiente hablar, leer o estudiar, es necesario partir y repartir el pan. “Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista”.
Quienes antes están ciegos ahora ven. Quienes antes dicen que es tarde y que el camino es peligroso ahora enfrentan la noche y el cansancio: “levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén”. Quienes antes están sordos ahora hablan, necesitan contar lo que ocurrió en Emaús. Comienza un tiempo nuevo. El Señor no está, pero sí está. Algo completamente diferente ha irrumpido en la historia: ha nacido el tiempo de la presencia misteriosa y definitiva de Jesús. Ha comenzado nuestro tiempo.
El encuentro que cambia todo
En este tiempo nuestro ya no será suficiente saberse de memoria el catecismo, es necesario compartir el pan; es recién entonces cuando es posible descubrir la presencia del resucitado. El Papa Francisco lo dice así: “No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: `No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva´” (E.G. 7).
Al partir el pan la resurrección del Maestro se convierte en una experiencia, deja de ser una opinión sobre lo que ocurrió “al tercer día” y se convierte en un nuevo nacimiento. Partir el pan, en la eucaristía y en la vida cotidiana, es permitir que la fe en la resurrección de Jesús deje de ser una convicción intelectual, solamente creer que eso pasó aquel día, y atreverse a vivir en una realidad nueva. A vivir, como dice Pablo, como hombres y mujeres que “han resucitado con Cristo” (Col. 3,3).