Revelación es la manifestación que Dios hace sobre sí mismo a la humanidad. Estoy consciente que esta afirmación genera muchas preguntas y controversias. Estas inician con la de la existencia de Dios, como entidad ultramundana, no-contingente e inabarcable. Además, asume que Dios es personal e intencional en su actuar y no una especie de deriva cósmica, aleatoria e imprecisa. También provoca preguntarnos por qué Dios tendría interés en manifestarse a la especie humana.
Pero las interrogantes más importantes son personales, no filosóficas. Algunos nos preguntamos si las respuestas a la revelación son un viejo truco de retórica y condicionamiento social, una elaborada fantasía o una realidad verificable. Y otros más nos preguntamos qué significado práctico pudiera tener la revelación en nuestras vidas.
Antiteísmo e institucionalidad
Una primera respuesta consiste en afirmar que Dios no existe y por tanto no puede revelarse y dar por terminado el asunto. Pero nuestra actividad inteligente no se detiene. La ciencia explica cómo suceden las cosas en el universo, pero no por qué sucedieron inicialmente. La realidad física, compleja y vital desafía las leyes de la física, la termodinámica, la probabilidad estadística y en muchos casos la evolución. Por su parte, la lógica concluye -y descansa- en la existencia del Motor Primigenio, mientras las filosofías antiteístas dedican la mayor parte de su energía a no naufragar en un océano de desconsuelo. Para una mente genuinamente científica y filosófica, Dios es también demostrable desde la razón.
Por otro lado, a primera vista parece que nuestra realidad social contradice la revelación de un Dios omnipotente y creador, cuando en realidad es justamente lo contrario. La actividad colectiva tampoco se detiene, ni se desconecta de nuestro pensar. Frente al despliegue de destrucción bélica y abuso estatal de nuestros días, nos preguntamos dónde está Dios. La respuesta es simple: ciertamente no está en el corazón de las sociedades y líderes que encabezan esas masacres y ultrajes. En el último siglo pagamos dos guerras mundiales y millones de vidas humanas con la convicción de extirpar a Dios de nuestras sociedades.
Observemos a políticos, partidos, gobiernos e instituciones. Es notable la desproporción entre una reducida minoría que representa lo mejor del espíritu humano para beneficio de todos y una amplia mayoría que trafica con alguna forma de egoísmo grupal a expensas del bien común. La explotación del hombre por el hombre, incluso bajo una forma de pseudo democracia, es resultado de educarnos en considerar a nuestras instituciones, partidos e ideas como la cúspide de lo humanamente alcanzable. Negar o limitar la manifestación de Dios en nuestras vidas tiene claras repercusiones a gran escala y justo en esos sucesos históricos arranca nuestro entender de la revelación.
El ciclo de la revelación
En una definición más amplia, la revelación es la manifestación que Dios hace de sí mismo a la humanidad, a través de un ciclo de sucesos históricos, proposiciones esenciales, experiencias personales, respuestas dialécticas y retorno consciente de la humanidad hacia Él (Dulles, 1988).
Primero, la revelación es un ciclo fluido y constante, no acartonado ni antiguo. Si bien podemos afirmar que Dios es inmutable y definitivo, nuestro entendimiento -individual y colectivo- no lo es. Y por eso Dios parece estar revelándose siempre, en una nueva faceta, en un nuevo ángulo, acorde a la capacidad y receptividad de cada quien. La única explicación que tengo para este proceder es ternura y respeto. Prefiere manifestarse con delicadeza invitante en lugar de mostrarse de un modo que fulmine en espanto y someta. Así, en pequeñas dosis, recibimos su mensaje, en espacios de maravilla y asombro que penetran toda la creación.
Segundo, la tradición judeocristiana agrupa los sucesos históricos revelados en la Escritura. El Torá o Pentateuco, narra historia del pueblo de Israel, a la cual todos los cristianos nos sentimos convidados por la realidad verificable de Jesucristo y su intención salvífica, documentadas tanto en el Nuevo Testamento, como en otras fuentes.
Sorprendentemente las historias allí narradas resultan perennes, inagotables y aplicables para cualquiera que las estudie. Después de casi 3,700 años transcurridos desde la primera alianza cabe considerar que ese pueblito esclavo, rodeado de enemigos, efectivamente optó por atender al llamado del Creador del Universo, pues aquí sigue, superando las probabilidades y ataques sistemáticos en su contra. Su historia forma parte ineludible de nuestra historia pasada, además es nuestra historia presente y anticipa nuestra realidad futura. Vaya revelación.
Tercero, Dios clarifica su naturaleza e intención mediante proposiciones esenciales. A través de los profetas aclara el origen y destino de todo, explica la presencia del bien y las causas del mal, el propósito de la redención y los peligros de la auto condenación, entre muchas otras cosas más. La revelación es personalmente sorprendente y colectivamente inimaginable.
Las revelaciones sobre la dignidad igualitaria hombre-mujer (Gen 2, 22), el repudio a los holocaustos (Miq 6, 6-8), la supremacía del amor sobre la ley (Mt 12, 9-14) y la existencia de una ciudad donde los templos son innecesarios, pues Dios es el templo mismo que habita en cada uno (Ap 21, 22) permanentemente nos escandalizan, nos invitan a pensar y nos convocan. A la compilación de estas proposiciones le decimos doctrina. Y de nuevo Cristo encarna la cúspide del mensaje revelado, por sus proposiciones, acciones y trayectoria de vida lo reconocemos como el Verbo, Hijo de Dios.
Cuarto, en este punto la revelación se vuelve algo intensamente personal. Quizá optemos por repudiarla con vehemencia, por considerarla erróneamente como un atentado contra nuestra inteligencia o libertad. Tal vez nos conformemos con elementos más tangibles para explicar la realidad espiritual o deambulemos a la deriva sin ponerle atención al tema. O quizá busquemos sepultar la búsqueda con enajenación, entretenimiento, trabajo, ciencia o activismo. Pero nuestra moción no se detiene. El frenesí se traduce en cansancio, el agotamiento en fastidio, el hastío en decepción, y la tristeza constante en desesperación. Y entonces cuando todo pragmatismo está agotado y cada ruta explorada, tras considerar seriamente lo revelado por un instante, Dios se manifiesta tangiblemente en mi vida y literalmente murmuro “¡Ay, Dios Mío!” (Jn 20, 28).
Quinto, a estas alturas quizá no nos sorprenda que el forcejeo individual y colectivo de la conciencia humana recién descrito está también revelado en la Escritura. Este dilema, de desprendernos de lo no esencial, para aprender a aceptar la acción de Dios en nuestras vidas, superando el miedo de perdernos a nosotros mismos, es justamente la dialéctica a la que llamo la aventura del bien interior. Los polos son mi propia naturaleza humana y la realidad inabarcable de Dios, entre los cuales fluye el ciclo de mi historia, mi entender gradual sobre Su llamado, mi auto apropiación y mi respuesta deliberada en el camino. Caigo entonces en cuenta que Dios se revela no solo en mi conciencia, sino también en mi propia respuesta vital, primero hacia mí y luego hacia los demás.
Sexto, avanzo a comprender que la aventura no termina en un instante de iluminación individual que desprende mi espíritu del mundo, sino que el quehacer es claramente comunitario y encarnado. Lo revelado, que ya conocía históricamente como incluyente a todos, se vuelve ahora palpable en la apertura al encuentro con otros, como un río limpio de agua viva, en inagotable plenitud. Y así me sumerjo en gozo y maravilla ante la revelación universal, de amar a Dios, a otros y a mí mismo con total dedicación, tras lo cual una nueva serie de sucesos históricos comenzarán a escribirse.
Referencia: Dulles, A. (1983). Models of Revelation. Garden City, NY: Doubleday.