Ayer, 28 de enero, día de Santo Tomás, se celebró el acto académico en una de las Universidades donde trabajo. Ahí, los nuevos doctores fuimos investidos solemnemente ataviados del traje académico. Confieso que eso de ponerse una toga y un birrete me da mucha vergüenza y, por más que represente cierta dignidad fruto de un saber intelectual, no puedo evitar sentirme un poco ridícula. El caso es que esta excusa me ha servido para pensar en cómo nos presentamos ante los demás y cómo nos situamos cuando entramos en relación. En el contexto de un acto académico, lo que se valora es el saber y el conocimiento que queda patente al obtener el grado de doctor, pero ¿y en lo cotidiano?
Está claro que no me refiero tanto a las ropas como a esas actitudes, muchas inconscientes, que nos definen ante los demás y que delatan, en realidad, a qué damos prioridad y qué nos parece importante. Si lo que presentamos rápido es nuestro currículum, nuestros logros, nuestra eficacia o nuestra inteligencia, no solo nos definimos desde ese limitado aspecto de nuestra vida, sino que pedimos que se acerquen a nosotros desde esas claves. En cambio, cuando nos presentamos desde nuestra debilidad, con nuestras búsquedas e inquietudes, sin respuestas fáciles para todo tipo de pregunta, estamos poniendo el acento en lo que nos une y nos iguala al resto, y así resulta más sencillo que los otros se sientan “ellos mismos”, acogidos y aceptados en su verdad.
Ojalá todos los que intentamos seguir a Jesús viviéramos “revestidos” de esas actitudes que nos acercan, que hacen puentes entre lo diverso y que solo nos diferencian por la calidad y calidez humana… y creyente. Eso sí que sería “revestirnos del hombre nuevo” (Ef 4,24).