Las cosas no duran nuevas por mucho tiempo. Las fotos pierden sus matices con el tiempo, los coches dejan de oler a vinil y las organizaciones se vuelven burocráticas. Incluso los sistemas vivos, aunque pueden sanar tienen límites. Nuestra piel puede recuperarse de un raspón o una caída, pero difícilmente sanará por sí sola de una fractura múltiple en un brazo. Ahí necesitamos acudir al médico. Ahora, imagínate que estás en esa situación y el doctor, tras examinar tu brazo, te señala que “hay que sacrificarlo.” ¿Qué imagen te viene a la mente?
Tal vez estás pensando en que perder tu brazo es una exageración y que cambiarás de médico. O quizá reflexiones en que, ya estamos en este contexto, lo que sigue es una exhortación a la mortificación. Todo lo contrario. Pongo a tu consideración que, en el mundo del espíritu, el sacrificio se parece mucho más a reducir una fractura -poner los huesos nuevamente en su lugar- que a un ejercicio de auto destrucción. En nuestra espiritualidad ‘sacrificar’ significa recomponer, no amputar, ni extinguir.
Por la tangente
Si el sacrificio no es muerte, ¿entonces por qué tanto malentendido? La respuesta es una combinación de intereses personales, conveniencias sociales y tradiciones históricas que generan imágenes distorsionadas de lo que es el sacrificio. Son líneas de pensamiento que tocan el tema, pero no logran captar su esencia. Como las líneas tangentes en matemáticas, que tocan un espacio en un solo punto, sin llegar al centro. Veamos estos errores que al desviarse hacia la autonegación, la muerte o la aniquilación, invitan a querer cambiar de médico.
Hay veces que entendemos el sacrificio como abnegación. Y para ello llegamos incluso al cliché cómico de la madre en delantal y mal peinada que nos reclama ‘todos los sacrificios que ha hecho por nosotros y de ese modo le pagamos’, cuando nos sorprende en falta. Sin embargo, esta caricatura de auto victimización, chantaje y envidia disfrazada está lejísimos de Cristo –Dios actuante y propositivo– que nos convoca a un cambio de dirección, de regreso a la plenitud con el Padre. Cuando nos ve andando a hurtadillas, no hay reclamos ni chantajes. Nos busca y ofrece agua viva.
Las cosas empeoran cuando transitamos de la restricción a la mortificación. Pero la idea de la muerte en carne propia va contra nuestro instinto de vida. Entonces rápidamente transitamos a esa tradición milenaria de seleccionar a alguien más que muera en nuestro lugar y así aplacar la ira de los dioses. Aztecas, judíos y romanos lo hacían. Y de allí sacamos prácticas y frases que persisten hasta nuestros días. Por ejemplo, los antiguos romanos tenían una pasta especial hecha de trigo mezclado con sal que llamaban ‘mola’ y con la que embarraban a los animales destinados al matadero ritual. Los romanos inmolaban todo tipo de animales, antes de degollarlos. Hoy en día, cuando estamos frustrados socialmente, seguimos buscando chivos expiatorios. Lo hacemos en linchamientos, enjuiciando gente en los medios sociales, en el chismorreo de oficina y marginando ovejas negras familiares.
Pero hay veces que la mortificación sí la volcamos hacia nosotros mismos. Como si renunciar a nuestras potencias y atrofiar nuestra libertad no fuera suficiente, ahora suponemos que hay que ir preparando una especie de suicidio interior, pues consideramos todo lo que hay dentro está podrido y no tiene remedio. Incluso nos causamos dolor y daño a nosotros mismos en culpas, autocondenas, y cilicios. Pero nada de eso nos acerca al Dios de la vida, pues no es sanguinario ni vengativo (Mardones, 2014), sino que es literalmente la personificación del amor inquebrantable. Cree sin límites, espera sin límites y nos invita a una vida en abundancia que no pasará jamás.
Las cosas pueden todavía empeorar cuando pasamos de la mortificación a la aniquilación completa. Hay quienes entendemos el sacrificio como holocausto, que en griego significa convertir todo en cenizas. Incinerar, hasta quedar convertidos en un polvo inerte, pues incluso los componentes que formaron lo anterior fueron destruidos. Y al contemplar horrorizados tal atrocidad, solo nos queda refugiarnos en el ritualismo o la intrincada metáfora del humo que asciende y pues entonces así, de algún modo, iríamos al cielo. Esto no tiene nada que ver con el renuevo de júbilo que llena nuestro corazón al reencontrar el camino, con la cordialidad cotidiana en comunidad, con el saber que es fruto de la Paz. Rechazamos aniquilarnos, pues en el fondo sabemos que lo que Dios pide de nosotros es amor y no víctimas, requiere conocimiento de su palabra y no ofrendas humeantes. (Os 6,6; Mt 12,7)
En el centro
En latín la palabra sacrificio significa hacer-santo, ‘sacro-facere’. Hago las cosas santas, cuando mi quehacer retoma el orden correcto, y mi actuar tiene un propósito claro, de regreso a Dios. Los huesos fracturados están ahora en el lugar correcto y entonces podré sanar plenamente.
Hacer sacrificio implica ciertamente un esfuerzo. Es trabajo de auto apropiación, vida y renovación (y no de auto negación, muerte y pulverización como ya vimos). El esfuerzo de recuperación es real pero el beneficio lo amerita. El énfasis del trabajo está en el “para qué” del reencuentro y en la abundancia de los vínculos restaurados con Jesús, con otros y conmigo mismo. Por eso decimos que en un mundo plagado de degradación no hay redención sin sacrificio.
Ofrecernos en sacrificio es colaborar con la fuerza unitiva del Amor, que repara, renueva y potencia. El sacrificio litúrgico no es un ritual humeante para un ratito del domingo, sino un actuar incesante y con alegría, en respuesta a la Buena Nueva, honrando a Dios en nuestras acciones diarias. Así, que deseo que tu hacer-santo, sea agradable a sus Ojos, para tu bien, nuestro bien y el de toda Su Iglesia.
Referencia: Mardones, J.M. (2014). Matar a nuestros dioses. Cd. México: PPC.