Se decía que la COP26 era la última gran esperanza para salvar el planeta. Para muchos, en cambio, esta cumbre global sobre el clima no ha pasado de ser un festival mediático de pura palabrería y promesas vanas.
- PODCAST: Reggaeton en el Vaticano
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Una realidad decepcionante
Ya el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, marcó en París la línea roja del cambio climático en un máximo de 1,5 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales. De superarse ese umbral crítico, la ciencia nos advierte de olas de calor con alta mortalidad, grave escasez de agua y alteración irreversible de los ecosistemas. Actualmente hemos alcanzado ya la cifra de 1,1 grados centígrados de incremento térmico. Estamos a cuatro décimas de grado de que se desencadene un desastre. Y todos los indicios apuntan a que nos encaminamos a ese umbral, incapaces de lograr un acuerdo que nos implique a todos.
Los países ricos, como Estados Unidos, Canadá, Japón y la mayor parte de Europa occidental, aunque soportamos solo el 12% de la población mundial, somos responsables del 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero en los últimos 170 años. Nuestro débito con los países en desarrollo es doble. Por una parte, se necesitan fondos para ayudarles a cambiar su estructura económica en favor de las energías limpias y por otra para resarcirles del daño causado por el calentamiento global tanto en las tierras de cultivo como en los ecosistemas naturales. Y esa es la gran paradoja: quienes menos responsabilidad han tenido en generar esta crisis climática son precisamente quienes más la sufren. Como siempre, el grito de la Tierra sigue siendo el grito de los pobres.
Un perfil sospechoso
Baste una simple constatación sociológica que da qué pensar: la mayoría de los participantes en las mesas de negociación eran varones adultos de más de 60 años, mientras que las voces que protestaron en las calles de Glasgow fueron voces jóvenes y mayoritariamente femeninas. A ello se unen las dificultades para que países en los que la vacunación anti-COVID no se ha instaurado aún pudieran desplazarse al evento. Significa eso que los países y las personas que más sufren y van a sufrir las consecuencias del cambio climático fueron precisamente las menos representadas en la cumbre. Del mismo modo, ha sido amplia la presencia de países de economía depredadora y escasa la de comunidades indígenas que podrían ofrecer un ejemplo más creíble de convivencia pacífica y sostenible con el entorno.
Unos acuerdos evanescentes
Con esos mimbres, se alcanzaron algunos acuerdos de buena intención que, por su formulación descafeinada, tibia y poco creíble, parecen más destinados a contentar a una opinión pública más concienciada que sus representantes políticos y, al mismo tiempo, a asegurar a las grandes empresas responsables del calentamiento global que sus beneficios van a seguir alimentando la maquinaria expoliadora. Ciertamente, una implicación tan poco decidida no parece justificar ni el tiempo ni la atención mediática ni el dinero invertidos en el evento. Señalamos estos cuatro acuerdos, que se aprecia bien que están narrados con verbos líquidos y con la misma voluntad vaporosa del metano:
-
Se “insta” a los países desarrollados a duplicar los fondos para ayudar a los países más vulnerables frente a los efectos catastróficos del cambio climático.
-
Se “pide” a las naciones que actualicen lo antes posible (a más tardar el año entrante) sus metas de reducción de carbono para la próxima década.
-
Se “recomienda” ir reduciendo gradualmente el uso del carbón como fuente de energía y los subsidios a los combustibles fósiles ineficientes.
-
Para quienes proponían multas expresas a los países en proporción con el daño climático causado hasta la fecha, todo queda en “ya se establecerá un debate al respecto”.
Pero lo más decepcionante es que el acuerdo final dejó en el aire lo que parecía más urgente: ¿en qué medida y en qué plazos debe cada nación recortar sus emisiones de CO2 y de metano?
¿Hay esperanza?
Desde los acuerdos de París ya se puso de manifiesto la necesidad de evaluaciones fiables de la reducción de la huella de carbono, así como de arbitrar modos para que algún país o empresa pudiera pagar una tasa a otra para que reduzca en su lugar las emisiones de modo compensatorio. Es decir, que tanto las multas como los incentivos puedan ser mercancía de cambio al viento del mismo comercio de intereses que provocó la crisis ecológica. Ambas cuestiones no solo resultan técnicamente muy complejas, sino éticamente muy cuestionables.
Por fortuna, hay todavía un potencial que ahora empieza a levantar su voz y que esperemos que se decida a tomar partido de forma aún más contundente. Nos referimos a las tradiciones religiosas que claman por una relación más respetuosa con la biosfera, verdadero templo sagrado de Dios, en el que vivimos, nos movemos y existimos. Respecto a la Iglesia católica, ¿podrá ponerse alguna vez al frente de los tiempos, en lugar de a remolque de las ideas? ¿Será capaz de desarrollar el discurso programático de Laudato si’ en propuestas concretas para la liturgia, la pastoral, la espiritualidad y el compromiso? ¿Aprovechará esta oportunidad histórica de ponerse abiertamente del lado de la ciencia en la lucha por el clima, superando viejos prejuicios históricos?
Laudato si’ no es un modo de iluminar de verde los muros del Vaticano, es una invitación a la conversión ecológica integral, a erradicar el geológico corazón de piedra que hemos tenido con el planeta y a poner en su lugar un corazón doliente, tejido con las redes delicadas de la vida que nos conectan con todos los demás seres y con quienes compartimos, inexorablemente, un mismo origen y un mismos destino.