Mi amigo David es un apasionado buscador de espárragos. Ansía la llegada de la primavera para perderse entre encinas y hacer acopio de impresionantes manojos de tiernos trigueros. Si sales a buscar espárragos con él, mientras tú encuentras uno, él ha conseguido cinco o diez. El comentario siempre es el mismo: “Parece que salen a su encuentro, tú los estás pisando y no los ves”. Cuando sales a buscar espárragos, o setas, no basta con estar en un rodal en el que hayan crecido, hay que tener la mirada atenta, “domesticada” para el encuentro.
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Los evangelios presentan muchas escenas en las que alguien sale al encuentro de Jesús. En este momento se me vienen a la mente, por ejemplo, los diez leprosos (Lc 17,11), los dos endemoniados (Mt 8,28), las diez vírgenes que salieron al encuentro tomando sus lámparas (Mt 25, 1), la muchedumbre (Jn 12,18) o Marta cuando se enteró de su llegada (Jn 11,20). Jesús andaba de ciudad en ciudad y la gente salía a su encuentro. Eso dicen, al menos, los evangelistas. Pero, es posible que ocurriera con Jesús, y las personas necesitadas con las que se cruzaba, algo parecido a lo que ocurre con David y los espárragos: no salían a su encuentro, estaban allí, y Jesús, desde su compasión, era capaz de verlos, de mirarlos y de acogerlos.
Dar respuestas
Los cristianos, los que decimos seguir al Cristo, al Dios hecho hombre, transitamos compartiendo circunstancias, cotidianidades con otros hombres y mujeres. Pero no siempre nos encontramos con ellos. Estamos llamados a dar respuesta compasiva a las necesidades de los que caminan a nuestro lado, pero no siempre tenemos la mirada atenta para descubrir lo que nos demandan. Ahí están: cónyuges, hijos, familiares, amigos, vecinos y allegados, alumnos, pacientes o clientes, compañeros de trabajo y todos esos prójimos “desnudos, molidos a palos y medio muertos al borde del camino”. También hoy, la globalización de la información nos abre a otras urgencias que afectan a toda la humanidad: los problemas de la Tierra, el dolor de la inmigración, el desgarro de la guerra, la infancia sometida al hambre y a la falta de educación.
“Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino” (FT 67), pero, en muchas ocasiones, andamos por el monte despistados y no somos capaces de ver los espárragos.
Conviene sacudirse el polvo.