En este año 2023 que ya va hacia su final, pero precisamente en estas fiestas navideñas, toda la Iglesia conmemora un centenario hermoso, pues hace 800 años san Francisco realizó en Greccio, una pequeña localidad a pocos kilómetros de Rieti, en la región italiana del Lacio, la primera representación de la natividad de Jesús.
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Y este hecho dio lugar -quién se lo iba a decir en aquel momento al santo- a la tradición que todos conocemos de representar la noche de Belén, como una característica de la devoción de estas fiestas, lo que encontramos en formatos y tamaños diferentes, con una variedad de posibilidades casi infinita. El portal de Belén se vino a sumar a otra tradición cristiana navideña del norte de Europa, la del árbol lleno de luces, muy anterior y probablemente debida al afán evangelizador de san Bonifacio, uno de los grandes monjes misioneros en el norte de Europa en los finales de la antigüedad, concretamente en la primera mitad del siglo VIII.
Un poco más allá
Como era de esperar, de este octavo centenario muchos se han hecho eco, recordando al que popularmente es considerado el padre de la tradición del belenismo, y describiendo en modos diferentes la belleza de aquella noche en Greccio. También aquí quiero conmemorarlo, pero quizás yendo un poco más allá, porque no muchos han recordado los sufrimientos del buen Francisco en aquel momento, momentos de oscuridad que hacen brillar con mayor fuerza aquella noche de Navidad del 1223. Para ello, retrocedamos unos años en el tiempo.
La ‘Legenda Maior’ –escrita, como es sabido por san Buenaventura– relata cómo en el año 1212, movido por el deseo de “emular con el fuego del amor el glorioso triunfo de los santos mártires”, Francisco intentó en dos ocasiones embarcarse hacia Siria y Marruecos respectivamente. Sin embargo, la Providencia tenía planes distintos, ya que ambos intentos resultaron fallidos. Finalmente, siete años después, el capítulo de los frailes menores, lanzando una extensa campaña de predicación con el respaldo del Papa Honorio III y el cardenal de Ostia Hugolino (futuro Papa Gregorio IX), san Francisco se dirigió con Illuminato dell’Arce a Damietta, en la desembocadura del Nilo, donde estaban acampados los cruzados.
Amor a la pobreza
Durante un alto el fuego, según relata san Buenaventura, los dos frailes partieron “como corderos entre lobos” hacia el campo enemigo, donde posteriormente fueron hechos prisioneros por las centinelas sarracenas, que según una cierta tradición no dudaron en maltratar a los dos religiosos, pero esto no está claro. Sea como fuera, fueron llevados ante el sultán Al-Kamil. Aunque las palabras exactas intercambiadas entre san Francisco y el príncipe egipcio permanecen desconocidas, san Buenaventura afirma que Francisco le pidió permitir la conversión de su pueblo, a lo que él se negó. El príncipe, finalmente, quiso hacer regalos a Francisco, pero éste los rechazó tanto por amor a la pobreza como, según afirma Buenaventura, “porque no veía en el corazón del sultán la raíz de la verdadera piedad”.
La ‘Vita prima’ de Tomás de Celano, encargada por el papa Gregorio IX en el contexto de la canonización de San Francisco en 1228, ofrece en el capítulo 20 una descripción más concisa de lo sucedido. En la ‘Vita secunda’, compuesta entre 1246 y 1247, recuerda otro episodio relacionado con la misión, es decir, el intento de evitar la batalla que tuvo lugar el 29 de agosto de 1219 con una inmensa catástrofe para las fuerzas cristianas. Francisco no tuvo éxito en la misión de paz y salió de los territorios cristianos con el alma triste. Su estancia fue en su mayoría una experiencia dolorosa: como pacifista, tuvo que presenciar asesinatos despiadados, el creciente odio entre musulmanes y cristianos, y el orgullo de ambos contendientes.
Unidad y carisma
Nuestro santo volvió a casa probablemente al final de la primavera del 1220, lo hizo por varias razones que dictaban la necesidad, externas e internas. Por un lado, estaba enfermo, parece que en el viaje contrajo la malaria y otras infecciones que lo habían debilitado mucho. Pero la causa principal no fue esa, sino que durante su ausencia los religiosos habían introducido algunos cambios en las costumbres de vida que él les había dejado. La situación era muy delicada y la labor que se le presentaba no era fácil. Un biógrafo suyo, A. Thompson, afirma que entre la primavera del año 1220 y la del 1221 fue para Francisco un ‘annus horribilis’. Se trataba de mantener la unidad de los frailes y el carisma original.
No era cuestión de falta de fervor, sino el problema era otro. Algunos religiosos habían empezado a imponer a los demás prácticas ascéticas extrañas a las costumbres franciscanas. Así, por ejemplo, Gregorio de Nápoles y Mateo de Narni, que Francisco había dejado como vicarios durante su estancia en Egipto, habían impuesto ayunos que no contemplaba la primitiva regla de los frailes, y esto había provocado divisiones. Para empeorar las cosas, Juan de Capella, uno de los primeros compañeros del santo, había reunido un gran número de leprosos, con la idea de formar con ellos una nueva orden religiosa y había partido a Roma para solicitar la aprobación de la regla que había escrito. Por último, se había esparcido el rumor de que Francisco había muerto, causando sentimiento general de inquietud.
Un gran consuelo
Por eso, cuando llegó a Italia de regreso -parece que desembarcó en Venecia en junio de 1220- hubo gran alegría entre los hermanos, pero los problemas no eran pocos. Otras desviaciones del carisma franciscano empezaban a aparecer en otros lugares y Francisco, débil por la enfermedad, sufría porque veía que no llegaba a todos los problemas. Esto llevó a dirigirse por escrito al papa Honorio III, que se encontraba en una de las ciudades papales, Viterbo u Orvieto. Le pidió que le indicase a alguien para consultarle y que “haciendo tus veces escuche y resuelva mis problemas y los de la orden”. El Papa le señaló al cardenal Hugolino, que siempre había estado cercano a Francisco, y se convirtió en su consejero personal para las cuestiones de la orden, siendo de gran consuelo para el santo.
Los problemas de la orden llevaron a Francisco a un sufrimiento cada vez mayor que según algún autor fue una auténtica noche oscura o por lo menos le faltó poco, como si la luz que lo había iluminado hasta entonces estuviese languideciendo. Sin duda este estado anímico acrecía su debilidad física. Todo esto le llevó, en el capítulo del 29 de septiembre del 1220, a presentar su renuncia como ministro general de la orden. Lo hizo, según unas fuentes, por humildad, pero otras añaden que también por la debilidad de su salud para poder gobernar aquella multitud de frailes. Dejó pues el gobierno en las manos de Pietro Cattani y, a su muerte, en fray Elías.
Paz en la orden
En el invierno del 1220 se alojó, como en un retiro, en el palacio del cardenal Leone Brabcaleone, amigo de Hugolino, acompañado de fray Angelo Tancredi, uno de sus primeros compañeros. Ya en la primera noche, cuando fray Angelo entró en la habitación lo encontró todo sudoroso y en delirio; cuando pudo explicar lo que le pasaba, dijo que eran sufrimientos espirituales, ataques del demonio. Sin embargo, los biógrafos piensan que pudo tratarse de un ataque de la malaria que había traído de Egipto. Los ataques se repitieron en otras ocasiones. Poco duró el santo en el palacio del cardenal, pues pensando en los hermanos, decidió ir con fray Angelo al convento de Fonte Colombo, cerca de Rieti, donde se puso manos a la obra en la redacción de una regla que pusiera paz en la orden.
En los meses siguientes, hasta la fiesta de Pentecostés del 1221, trabajó en la regla con tal empeño que le salió un documento sin duda muy largo. Las críticas con las que muchos de entre los hermanos la acogieron en el capítulo de 1221, diciendo que le faltaba consistencia y concreción, y el rechazo por parte de la Curia romana que llevó a no ser presentada a la aprobación escrita del Papa (de ahí que se llamó ‘regola non bollata’), supusieron pera él nueva fuente de sufrimientos. No por eso se echó atrás sino que volvió por segunda vez al convento de Fonte Colombo a trabajar, con la ayuda experta del cardenal Hugolino, en el texto que fue aprobado definitivamente el 29 de noviembre de 1223, convirtiéndose en la ‘regola bollata’.
La nueva regla
Fijémonos en la cronología: comenzaba el adviento que llevaría a la Nochebuena de Greccio. Por lo menos en aquel momento parecía que podía haber paz entre los franciscanos. En realidad no iba a ser así, pues poco después de la muerte de Francisco comenzarían las discusiones sobre cuál de las dos reglas había que seguir, lo que llevaría a la primera escisión oficial entre los seguidores del santo, unos llamados “espirituales” y otros “conventuales”.
Pero aquel adviento fue de serenidad para Francisco en medio de las tormentas y quizás esto le llevó a un gran fervor que no bastaba expresar como todos los años, sino que requería algo especial. Siguiendo la cronología, nos dicen las fuentes franciscanas que fue pocos después de la aprobación de la nueva regla –“unos quince días antes de la Navidad del Señor” – cuando Francisco organizó todo: “Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular (…). Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado”.
La noche de Greccio fue de gran alegría espiritual para Francisco, que las fuentes antiguas describen con tonos de luz y gozo: “La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote goza de singular consolación”.
Camino por el desierto
Sin embargo, para Francisco fue solamente un oasis en un largo desierto, que todavía no se había acabado; le llevaría meses después a una de las experiencias más importantes y dolorosas de su vida como culmen de su unión con Cristo crucificado. Aquí la cronología nos vuelve a recordar que ocurrió un par de meses después de la noche luminosa en Greccio. Una Biografía del santo nos explica la continuación de su camino por el desierto: “El conflicto entre lo que había soñado y la evidencia de los hechos no le daba paz; varias enfermedades minaban ese cuerpo que las fatigas y las austeridades habían debilitado. Subió, como en otras ocasiones, al Monte Alverna, y allí, durante la Cuaresma de 1224, mientras rezaba, experimentó el inefable martirio de Cristo y sintió al mismo tiempo el ardiente y flameante amor. Sintió algo misterioso sucediendo en él: las manos y los pies mostraban clavos carnosos negros y en el pecho se había producido una herida sangrante. Pero también sufría físicamente, debilitado por dolores viscerales y por la enfermedad en los ojos que casi lo dejó ciego”.
Por mucho que se quieran mirar románticamente los estigmas, la realidad es que según los expertos eran heridas que producían un dolor fortísimo y continuo, que poco se podía aliviar y no disminuía con el pasar del tiempo, dicen que solamente se puede aguantar con una ayuda especial de Dios. Pero a dichas llagas se unieron las demás dolencias de Francisco: leemos que, empeorando progresivamente la enfermedad de los ojos, fray Elías, le mandó que se dejara curar por los médicos, probablemente en Asís mismo. Como el paciente no encontrase mejoría, fray Elías, tal vez aconsejado por el cardenal Hugolino, proyectó llevarlo a Rieti, para confiarlo a un médico renombrado de aquella ciudad. Antes de comenzar el viaje, Francisco fue a San Damián, seguramente para saludar y confortar a santa Clara y a sus hermanas. Allí tuvo un ataque de conjuntivitis tracomatosa tan agudo que no podía moverse.
Intolerancia de la luz
A la ceguera casi total, seguida de una granulación de la córnea, se unían un insoportable dolor de cabeza, insomnio y una total intolerancia de la luz. Durante más de cincuenta días estuvo acostado en una pequeña celda oscura para resguardarse lo más posible de la luz. Allí una vez más el Señor lo consoló con el recuerdo del premio que le esperaba, y eso iluminó su corazón. Agradecido, compuso el ‘Cántico de las criaturas’, alabanza al Altísimo por sus dones, también por la hermana muerte que para Francisco ya estaba cerca.
Es toda una parábola la que nos dejó san Francisco con los últimos años de su vida: Del viaje a Egipto hasta el Alverna, pasando por Greccio, y después hasta el final: el camino de las oscuridades de la vida en las que Jesús se hace presente con su luz y nos ayuda a seguir caminando para que no desfallezcamos, y nos permite así alcanzar la meta; lo que para nuestro santo ocurrió el 3 de octubre de 1226, a la edad de 44 años.