La mística de san Juan de la Cruz ha suscitado infinidad de interpretaciones que en no pocas ocasiones han intentado minimizar su dimensión religiosa. Se ha dicho del carmelita descalzo que es el místico de la nada, del vacío, del no ser. Sus ejercicios de anonadamiento no anhelan el encuentro con el Dios personal de la tradición cristiana, sino con un absoluto impersonal que apenas puede explicarse con palabras. José Ángel Valente destaca que su poesía es una reflexión sobre los límites del decir, inspirada por la idea de que el lenguaje naufraga al abordar lo inefable.
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Un místico honesto solo puede acompañarnos hasta el umbral del silencio, certificando la impotencia de la palabra para hablar de Dios. Frente a esas lecturas, que convierten a san Juan de la Cruz en un precursor de Heidegger o Wittgenstein, cabe oponer el dibujo que realizó cuando era vicario y confesor del monasterio de la Encarnación en Ávila, un pequeño escorzo de la cruz que constituye el punto de partida de su pasión mística. Pasión y no experiencia, pues asume la agonía del Gólgota como apoteosis del compromiso de Dios con el hombre.
No se trata de complacencia con el sufrimiento, sino de la convicción de que la muerte de Jesús en la cruz constituyó el momento de encuentro más íntimo entre Dios y el hombre. Frente a las teologías que subrayan la omnipotencia divina, la mística sanjuanista subraya la cercanía del Dios-hombre, sumido voluntariamente en la penumbra y el desamparo para abrir camino a la esperanza.
El dibujo de san Juan de la Cruz es un pequeño apunte de apenas cincuenta y siete por cuarenta y siete milímetros. El «frailecillo», por emplear una expresión de José Jiménez Lozano, se lo regaló a la hermana Ana de Jesús, que lo conservó, lo cual permitió que llegara hasta nosotros. No es una estampa piadosa, sino una imagen trágica que evoca la Crucifixión de Grünewald. El Retablo de Isenheim, que tanto obsesionó a Elias Canetti, se compuso en 1512; el dibujo del carmelita descalzo, alrededor de 1572. Podemos suponer que esa proximidad temporal acredita la existencia de un tipo de espiritualidad que circulaba por toda Europa.
No es una espiritualidad que apunte hacia el vacío o la nada, sino hacia el acontecimiento más dramático de la historia: la muerte de Dios. La mística de san Juan de la Cruz nos recuerda que el Dios cristiano se convierte definitivamente en un Dios de vida después de la experiencia de la muerte, que implica compartir con el hombre la hora más oscura de la existencia. No es una mística abstracta e impersonal, sino humanísima y concreta que nos recuerda la esencia del mensaje cristiano: acoger el dolor de la viuda y el huérfano, cubrir la desnudez del paria y el extranjero, aplacar la angustia del ofendido y humillado.
El cuerpo descoyuntando y en escorzo que dibujó el carmelita descalzo esboza una teología de la cruz, según la cual Cristo es la imagen viviente de Dios porque asume la fragilidad del hombre, abandonando la distancia que tradicionalmente se atribuía a lo sagrado, ubicado más allá del mundo y la historia. Dios se implica en la historia, soportando sus estragos, que incluyen la injustica, la humillación, la tortura y la muerte.
El dibujo del carmelita descalzo se demora en los instantes últimos de la agonía, cuando el cuerpo de Jesús, con la cabeza abatida sobre el pecho y las piernas encogidas, se desploma hacia delante. Las manos, rasgadas por los clavos, ya no soportan el peso del reo. La composición emplea una perspectiva cónica oblicua, situando su mirada en el ángulo superior derecho para invocar la posición de Dios respecto a su Hijo. El violento escorzo deforma la silueta, creando una asimetría entre los brazos. Se sacrifica la proporción a la expresión, la armonía a la fuerza dramática, el equilibrio a la intensidad. ¿Se trata de una “aparición maravillosa”, de una experiencia mística? ¿Es obra de la reflexión o una iluminación? Quizás lo más apropiado sea decir que el dibujo es fruto de una visión interior y, por tanto, una vivencia mística, pues los místicos nunca alardearon de ver con los ojos del cuerpo, sino con los del alma.
La sabiduría de Dios
El sentido de la muerte de Jesús en la cruz fue “reconciliar y unir al género humano” (Subida del Monte Carmelo II, 7, 11). El pecado original introdujo la discordia y la violencia en la historia. La muerte de Abel fue la evidencia de que se había roto el equilibrio establecido por Dios. El dibujo de san Juan de la Cruz intenta expresa la tragedia de la libertad. Dios se ocultó para garantizar la autonomía del hombre y cuando este rompió el orden que había creado, entregó a su Hijo para que sanara las heridas del mundo.
El amor de Dios al ser humano excede todo conocimiento. Apenas podemos comprender su profundidad y, menos aún, que se manifestara en la impotencia de la cruz. El omnipotente aceptó un abajamiento particularmente humillante, renunciando a su libertad. El carmelita descalzo intenta mostrar esa paradoja en su dibujo, privilegiando el dramatismo sobre la perfección formal. Es una imagen muy alejada de la serenidad de otras representaciones, donde una estética preciosista aligera la crudeza de una forma de ejecución especialmente indigna y cruel. Su propósito no es tan solo mover a la devoción, sino intentar comprender la sabiduría de Dios, que se revela incluso en la muerte.
Es imposible no amar al que lo da todo por el hombre. Su sacrificio puede despertar nuestra perplejidad, pues siempre esperamos de lo divino gestos de poder y no un aparente fracaso como puede interpretarse la cruz en un primer momento. Sin embargo, debemos reparar en que “las verdades divinas no solamente se saben, más justamente se gustan”. La sabiduría de Dios solo puede comprenderse “no entendiendo”, pues es algo secreto y escondido. El misterio de la cruz es el umbral de ese otro mundo donde prevalecen la plenitud y la perfección. Un reino sin agravios ni aflicción. Para unirse a Dios hay que aniquilar ese yo movido por la ambición de poder y la vanidad del que somos esclavos, sin advertir que es el ídolo más enemistado con nuestra dignidad. La verdadera libertad es vivir en el amor, pues “Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn. 4, 16).
El dibujo de san Juan de Cruz es una declaración de amor, pues sabe que no hay otro camino para llegar a Dios. “El que no ama no conoce a Dios” (1 Jn. 4, 8). Dios nos amó hasta el extremo de morir en la cruz, un castigo reservado a esclavos y rebeldes. Solo podemos conocer a Dios, amando a ese Cristo que nos lo dio todo. En su “Oración del alma enamorada”, san Juan de la Cruz describe la ebriedad de la fe: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón”.
El dibujo de san Juan de la Cruz despertó la admiración de José María Sert y Salvador Dalí. El Cristo de Dalí no puede estar más lejos del apunte del carmelita descalzo, pues nos muestra un cuerpo joven, atlético y luminoso, sin signos de sufrimiento. No es ese el mensaje que Dios nos deja con Cristo, que eligió ser humilde y sencillo. Si queremos conocer a Dios, debemos fijar la mirada en su Hijo. En Subida al Monte Carmelo, el carmelita descalzo pone en boca de Dios las siguientes palabras: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas…”. (II, 22, 5-6).
La mística, cénit de la fe
La mística es el cénit de la fe porque representa el reencuentro con el equilibrio roto por el pecado original. No es posible llegar a ella sin practicar una vida ascética. San Juan de la Cruz recomienda “obrar en silencio y cuidado, en humildad y caridad, y desprecio de sí mismo”. El alma debe despojarse de cualquier forma de vanidad o posesión. La perfección espiritual solo es posible mediante la renuncia y el desprendimiento. Puede que esa senda nos lleve a una sensación de desamparo y abandono, pero eso es lo que experimentó Jesús en la cruz y nunca estuvo más cerca del Padre. En ese estado de postración, caracterizado por la oscuridad, el silencio y la soledad, todo desaparece para ceder un protagonismo absoluto al amor. Amor a Dios y amor al hombre.
En una carta enviada a María de la Encarnación, san Juan de la Cruz sostiene que “adonde no hay amor, ponga amor y sacará amor”. La acogida y la fraternidad son los rasgos esenciales de la ética cristiana. No se exalta la cruz porque se considere el precio de la redención, sino porque es la epifanía del amor divino. No se pide la aniquilación del yo por masoquismo, sino porque el amor total siempre implica la postergación de uno mismo para favorecer la expansión del Tú, del Amado.
La noche oscura de san Juan de la Cruz no implica la negación del mundo, sino su exaltación. Al igual que san Francisco de Asís, el carmelita descalzo pensaba que todas las criaturas alaban a su Creador. La naturaleza es un cántico permanente que celebra la vida, no la desdichada consecuencia de la Caída. Aficionado a caminar por los montes y la ribera de los ríos, el santo cantaba alegremente al tiempo que contemplaba el agua, los árboles, los pájaros. La soledad le parecía sonora porque allí siempre estaba Dios, hablando a través de sus criaturas. El dibujo del crucificado no es una llamada a la penitencia, sino una incitación a la unión mística con Cristo, sabiendo que el desamparo, lejos de ser la última estación de la existencia, constituye la antesala de una desconocida plenitud.