En su segundo viaje apostólico a México, el Papa Juan Pablo II celebró el 6 de mayo de 1990 una misa en la basílica de Guadalupe, en la que leyó el decreto por el que declaraba beato al indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin (donde lo que parece apellido es realmente su nombre original antes de ser bautizado), protagonista del acontecimiento del 12 de diciembre de 1531 acerca de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en la colina del Tepeyac. Se trataba de un “decreto del culto inmemorial”, lo que equivale a una beatificación que la Iglesia llama “equipolente”, esto es, la confirmación de un auténtico culto de veneración en torno a su persona desde prácticamente el tiempo de su muerte hasta la actualidad.
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Hubo gran alegría en la Iglesia mexicana y en toda América por dicha declaración, que venía a confirmar la intuición del pueblo fiel. Por ponernos en antecedentes, ya Benedicto XIV había acogido las peticiones de las autoridades eclesiásticas y civiles de la Nueva España declarando la Virgen de Guadalupe en 1754 como patrona principal de la Nueva España. Por su parte, ya entonces la Sagrada Congregación de los Ritos concedió misa y oficio especiales para el 12 de diciembre, solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe. León XIII, a petición explícita del episcopado mexicano, concedió la misa y oficio propios para Ntra. Sra. de Guadalupe, renovando el ya concedido por Benedicto XIV e incluyendo en las lecturas del oficio referencias más explícitas del hecho histórico guadalupano y de Juan Diego.
La Virgen de Guadalupe
En el siglo XX, en tiempos de Pio X los obispos mexicanos y un gran número de obispos latinoamericanos, incluso de fuera del continente americano, habían pedido al Papa la proclamación de la Virgen de Guadalupe como patrona de toda la América Latina y la extensión litúrgica de su fiesta a todo el continente. A Pio XI unos 500 obispos de todo el continente americano y de otras partes del mundo le dirigieron una carta postulatoria pidiendo la extensión de la fiesta y del patronazgo de Nuestra Señora de Guadalupe a todo el continente, lo que ya habían obtenido los obispos de Filipinas.
En 1974, al celebrarse el V Centenario de la hipotética fecha del nacimiento de Juan Diego, algunos en México propusieron ya su canonización con el objetivo de proponerlo como modelo de seglar cristiano; por fin, el 15 de junio de 1981, la Conferencia Episcopal Mexicana envió un escrito a Juan Pablo II para pedir la canonización del Siervo de Dios Juan Diego.
La puerta a la canonización
Pues bien, se llegó a la beatificación como ratificación de la veneración que había acompañado el recuerdo de Juan Diego, y este hecho ayudó a aumentar todavía más la devoción entre la gente, que lo invocaba en sus necesidades. Como consecuencia, pocos meses después en la ciudad de México se presentó un caso de curación extraordinaria de un joven adicto a las drogas quien se lanzó a la calle desde un segundo piso de un edificio, teniendo fracturas que los médicos comprobaron eran mortales. La madre del joven le pidió a Dios por intercesión de Juan Diego la curación de su hijo y en dos días quedó totalmente curado y sin rastro de las fracturas. Este caso, que los médicos afirmaban ser inexplicable científicamente, podía abrir la puerta la canonización del beato.
Fue entonces cuando se armó el lío. Precisamente cuando se comenzaba el estudio del presunto milagro, surgieron algunas voces cuestionando la historicidad de las apariciones y de Juan Diego mismo. Destacaron, por su impacto mediático, las declaraciones del propio abad de la basílica guadalupana, Mons. Guillermo Schulenburg, que el 24 de mayo de 1996 afirmó que Juan Diego era más un símbolo religioso que un personaje. Según esto, su canonización sería un disparate, pues su existencia no está comprobada y la Iglesia haría el ridículo, y ya lo habría hecho, pues Juan Pablo II habría beatificado en 1990 a una especie de fantasma creado por la creatividad religiosa mexicana. Las afirmaciones realizadas en varias ocasiones por Schulenburg, no eran nuevas, habían sido pronunciadas antes por otros personajes, pero ahora él añadía que los últimos estudios arqueológicos parecían confirmar su tesis.
¿Invento de los misioneros?
Ni que decir tiene que según esta tesis las apariciones de Guadalupe perderían toda veracidad, habrían sido inventadas por los misioneros, en palabras de Schulenburg, “para mentalizar a los indios en verdades fundamentales de la fe, especialmente por lo que se refiere a la Santísima Virgen María, con la idea de que al venir a venerar a esta Ssma. Señora en el lugar en que se levantó su primera ermita, no la confundieran con la diosa pagana, la Tonantzin, que ellos antes veneraban en dicho lugar, y que era motivo de preocupación para los primeros misioneros”. Saltó también a escena el norteamericano Stafford Poole, que en 1995 había escrito un libro en contra de la historicidad de las apariciones guadalupanas y ahora apoyaba la tesis del abad de la basílica.
A raíz de esto, en el mismo año, la Congregación de las causas de los Santos se vio en la necesidad de establecer una comisión histórica compuesta por más de veinte historiadores y expertos en el evento guadalupano. Su tarea consistía en revisar minuciosamente los documentos relacionados con la Causa de canonización del que ya era beato, así como las argumentaciones presentadas por los autores críticos. El objetivo principal era determinar si se podía alcanzar una certeza moral acerca de su existencia. Para ello, llevaron a cabo un exhaustivo análisis de archivos eclesiásticos y civiles, tanto públicos como privados, en lugares que incluyeron el Vaticano, España, México y el sur de los Estados Unidos. El hecho de que Juan Diego haya sido finalmente canonizado refleja de manera elocuente el resultado positivo del trabajo llevado a cabo por esta comisión.
Rebelde e inconforme
¿Quién era Juan Diego? Encontramos afirmaciones contrastantes sobre él, quizás por la falta de datos que da alas a la imaginación de los hagiógrafos. Por un lado se lee en un artículo: “Juan Diego aparece ante nuestra gente como un santo rebelde e inconforme con el orden establecido, como un profeta aguerrido, un miembro del pueblo que “se puso águila” para salvarlo del caos producido por intereses foráneos. Por algo su nombre originario es Cuauhtlatoatzin, es decir, “respetable águila que habla”, porque él es, en verdad, el Tlatoani que el cielo nos envía. Por eso Juan Diego somos todas y todos los que resistimos al mal y luchamos por alternativas de vida digna”.
Con tonos muy diferentes, leemos en otro lugar: “Una existencia ya transformada por la gracia del bautismo y cimentada por el encuentro con la Madre de Dios que potencia extraordinariamente su camino de fe, hasta llevarlo a abandonar todo, casa y tierra, para trasladarse a una casita que el obispo Zumárraga le hizo construir junto a la capilla erigida en honor de la Virgen de Guadalupe. Aquí Juan Diego vive 17 años en penitencia y oración, sometiéndose a los humildes trabajos de sacristán, sin faltar nunca a su compromiso de testimoniar cuanto María ha hecho por él y puede hacer por todos aquellos que con afecto filial quieran dirigirse a su corazón de Madre”.
Comisión histórica
Es interesante, en aras de la veracidad histórica del personaje, que es uno de los santos más populares en México y por extensión en otros países, el leer algunas conclusiones de la comisión histórica que estudió la cuestión para la Santa Sede. Las encontramos en el libro ‘El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego’ del sacerdote historiador Fidel González Fernández, que fue el presidente de la comisión.
La autenticidad histórica de Juan Diego se encuentra respaldada por una variedad de fuentes que incluyen registros escritos, testimonios orales y evidencia arqueológica, cada una de ellas procedente de distintos contextos culturales, ya sean indígenas, españoles o mestizos. Las fuentes escritas principalmente provienen de la perspectiva española, con la presencia de documentos epistolares, textos legales y registros administrativos que confirman la existencia temprana de la ermita en Tepeyac. Según Fidel González, la relativa escasez de documentos directamente relacionados con la Virgen de Guadalupe en sus primeros años puede explicarse debido a las circunstancias singulares de la época. En 1578, el fraile dominico Diego Durán ya lamentaba la destrucción de numerosos códices indígenas, aunque a pesar de ello, se han preservado algunos que hacen referencia a las apariciones de Guadalupe.
Documentos de referencia
Los documentos más antiguos relacionados con las apariciones en el Tepeyac incluyen el Códice Escalada de 1548, el testamento de Cuauhtitlan, el canto de Francisco Plácido y los procesos guadalupanos revisados por el obispo mejicano fray García de Santamaría. El testamento de Cuauhtitlan, adquirido originalmente por Boturini durante su estancia en Nueva España de 1736 a 1743, en lengua indígena, pasó por diversas peripecias hasta llegar en copia al archivo de la colegiata guadalupana mientras que el original se halla en la biblioteca pública de Nueva York.
Este documento, muy probablemente redactado en 1559 por un familiar de Juan Diego, hace mención explícita a la aparición: “He vivido en esta ciudad de Cuauhtitlan y su barrio de San José Millan, en donde se crio el mancebo don Juan Diego, y se fue a casar después a Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la joven dona Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan Diego. Pocos días después, mediante este joven, se verificó una cosa prodigiosa allá en Tepeyacac, pues en él se descubrió y apareció la hermosa Señora nuestra Santa María, la que nos pertenece a nosotros los de esta ciudad de Cuauhtitlan”.
Etnia de los chichimecas
Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en Cuautitlán, en el Estado de México, donde se supone que nació Juan Diego, han corroborado tanto la tradición oral como diversas fuentes escritas. Allí, bajo una iglesia dedicada a la Virgen de Guadalupe, se ha descubierto una casa indígena prehispánica junto a una pequeña capilla. Varios elementos confirman que se trata de un lugar vinculado con la vida del santo. Además, a poca distancia, en el antiguo convento franciscano, hoy catedral de Cuauhtitlán, se conservan registros parroquiales desde 1587. Los arqueólogos no se explican la insólita ubicación de la originaria ermita, si no es por los acontecimientos de diciembre de 1531.
Nuestro santo, perteneciente a la etnia indígena de los chichimecas, habría nacido el 5 de abril de 1474 en Cuautitlán, específicamente en el barrio de Tlayácac, una región que formaba parte del reino de Texcoco. Fue bautizado por los primeros franciscanos alrededor del año 1524. Se le consideraba un hombre de profunda devoción según los testimonios de los franciscanos que residían en Tlatelolco. En ese momento, aún no se había establecido un convento, sino lo que se conocía como una “doctrina”, donde se celebraban Misas y se llevaba a cabo la catequesis. Juan Diego hacía un gran esfuerzo al trasladarse cada semana saliendo “muy temprano del pueblo de Tulpetlac, que era donde en ese momento vivía, y caminar hacia el sur hasta bordear el cerro del Tepeyac”. Fue en este contexto cuando, como es sabido, un 9 de diciembre de 1531, vió por primera vez a la Virgen.
Catorce milagros
Otro de los documentos más antiguos que nos proporciona información acerca de Juan Diego es el “Nican Motecpana”, escrito en náhuatl en el año 1590 por el mestizo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. El título de este documento se deriva de sus dos primeras palabras: “Aquí se pone en orden”, y es valioso por los datos que aporta sobre la vida de nuestro santo, así como por la narración de catorce milagros atribuidos a la Virgen de Guadalupe. El autor tenía la ventaja de conocer a algunas de las personas involucradas en los eventos que describe, ya que estaba emparentado con ellas. Además, nos brinda información sobre la vida de Juan Diego después de las apariciones y sobre su tío Juan Bernardino.
Entre otras noticias, nos ofrece detalles acerca del período en el que se retiró para cuidar de la ermita de la Virgen en el Tepeyac: “A Juan Diego, por haberse entregado enteramente a su ama, la Señora del Cielo, le afligía mucho que estuviera tan distante su casa y su pueblo, para servirle diariamente y hacerle el barrido; por lo cual suplicó al señor obispo, poder estar en cualquier parte que fuera, junto a las paredes del templo, y servirle; el prelado accedió a su petición, y le dio una casita junto al templo de la Señora del Cielo, porque le quería mucho el señor obispo. Inmediatamente se cambió y abandonó su pueblo: partió, dejando su casa y su tierra y a su tío Juan Bernardino. A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor, frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacía penitencia, se disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y se escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del Cielo. Era viudo: dos años antes de que se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María Lucía”.
La nueva humanidad
Se consigna también la muerte de su tío Juan Bernardino, acaecida el 14 de mayo del año 1544: “[…] cuando se puso grave vio en sueños a la Señora del cielo, quien le dijo que ya era hora de morir […].” Ubica la muerte de Juan Diego en el año de 1548 cuando tendría cerca de 74 años de edad, y después de haber servido de día y de noche en el templo por un espacio de 17 años.
El 31 de julio del 2002, en la misa de canonización, Juan Pablo II afirmó, apoyado por la certeza histórica: “Juan Diego, al acoger el mensaje cristiano sin renunciar a su identidad indígena, descubrió la profunda verdad de la nueva humanidad, en la que todos están llamados a ser hijos de Dios en Cristo. Así facilitó el encuentro fecundo de dos mundos y se convirtió en protagonista de la nueva identidad mexicana, íntimamente unida a la Virgen de Guadalupe, cuyo rostro mestizo expresa su maternidad espiritual que abraza a todos los mexicanos”.