El papel de las mujeres en la historia de la Iglesia es más grande –mucho más– de lo que algunos creen y la historia nos enseña que esto fue una realidad precisamente en aquellos siglos que algunos piensan de oscurantismo y machismo retrógrado, como algunos presentan la edad media. En realidad en aquel tiempo la influencia de las mujeres en muchos ámbitos de la Iglesia fue claramente más relevante que en siglos posteriores, cuando queriendo luchar la contrarreforma contra el igualitarismo protestante, tendió a dejar en un segundo plano a los laicos en general y por tanto también a las mujeres.
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Ya tuvimos ocasión de recordar en otro artículo el poderío de las grandes abadesas del Medioevo, un fenómeno que no se ha repetido en la historia (cfr. El artículo ‘Santa Juana de la cruz, la monja que fue párroco y predicadora de fama’), y hoy quiero rendir homenaje a otras mujeres influyentes en la Iglesia en aquellos siglos y posteriores: las reinas santas.
Fueron reinas y santas, pero no llegaron a ser declaradas santas por ser reinas, sino porque en el ejercicio de sus funciones como monarcas –algunas consortes, otras reinantes– encontraron el camino de la perfección evangélica. Sin duda fueron mujeres de gran poderío, ellas eran conscientes de ello y lo ejercieron, pero nos dicen sus contemporáneos que lo usaron para el servicio y no para su propios intereses, que supieron gobernar con prudencia y justicia, y dos elementos comunes a todas ellas fueron la preocupación por la paz y la asistencia a los pobres y desfavorecidos de sus reinos. Según las circunstancias de su posición en la sociedad y de su tiempo –que ciertamente no se parece al nuestro– todas ellas vivieron con radicalidad el evangelio que habían escuchado y les había entusiasmado.
Son muchas, comenzando ya por santa Clotilde (475-545) –a la que debemos el cristianismo en Francia– y siguiendo con mujeres regias de la talla de santa Berta de Kent (539-612) santa Batilda, reina de Neustria (626-680), santa Matilde de Ringelheim (895-968), santa Olga de Kiev (890-969) –a la que debemos la cristianización de Rusia–, santa Adelaida de Italia (931-999), santa Cunegunda de Luxemburgo (975-1040), beata Gisela de Baviera (984-1059), santa Margarita de Escocia (1045-1093) santa Isabel de Hungría (1207-1231), santa Isabel de Portugal (1271-1336), santa Eduviges de Andechs o de Silesia (1174-1238), santa Costanza II de Sicilia (1248-1302), hasta llegar a nuestra Isabel de Castilla, llamada la Católica (1451-1504), pasando por la que nos ocupa, santa Hedvig de Polonia, y alguna otra de aquellos siglos que se me haya quedado en el tintero.
Dinastía real
Hoy quiero presentar a una de ellas que siempre me ha llamado especialmente la atención por ser una mujer inconformista y valiente, que sin duda sabía lo que quería en la vida. Hedvig de Hungría (Eduviges en español, Jadwiga en polaco ), de la dinastía francesa de los Anjou, había nacido en Buda, una de las poblaciones que dieron lugar al actual Budapest, a finales de 1373 (o, según algunos, principios de 1374) en el seno de una de las familias reales más poderosas de la época. Su padre era Luis I (“el Grande”) de Hungría, descendiente directo de la dinastía imperial de los Capetos, mientras que su madre, Isabel Kotromanić (Isabel de Bosnia), tenía ascendencia en las familias reales de Polonia, Serbia y Bosnia. Hedvig era bisnieta de Ladislao I, que había reunificado el reino polaco en 1320.
Hedvig creció en la corte y recibió una educación acorde con su rango: se dice que hablaba cinco idiomas y que se interesó activamente por la música, la literatura y la ciencia. También vivió durante un año en la corte imperial de Viena, adonde se trasladó a los cuatro años para celebrar su compromiso –según la costumbre de la época en las familias reales, compromiso por motivos políticos– con Guillermo de Habsburgo, duque de Austria. La ceremonia de compromiso entre Hedvig –de cuatro años– y Guillermo –de ocho– fue celebrada con toda solemnindad el 15 de junio de 1378 en el castillo de Hainburg por el cardenal Demeter Vaskúti, arzobispo de Strigonia.
Su padre Luis había querido darle el trono de Hungría, pero tras su muerte en 1382, María, la hija mayor, fue llamada a ese trono. Entonces Isabel, la madre de Hedvig, en aquel momento regente por la reciente muerte del marido, se adhirió al plan de los nobles de Polonia, que buscaban sucesor de Casimiro III fallecido sin descendencia legítima, y la destinó al trono polaco. Por ello, a principios de otoño de 1384 la joven llegó a Cracovia y el 16 de octubre, tras la festividad de su patrona –santa Eduviges de Andechs, también reina de Polonia pero un siglo antes- fue coronada reina por el arzobispo de Gniezno, con sólo 10 años y 8 meses.
“Sponsalia de futuro”
Cuando la reina alcanzó la edad de 12 años, podría haberse convertido en la esposa real de Guillermo de Habsburgo con la consumación matrimonial. Pero no era el marido que ella quería y decidió no hacerlo, anulando los “sponsalia de futuro” estipulados por sus padres, con gran disgusto de Guillermo. Fue en la catedral de Wawel donde revocó solemnemente su promesa de matrimonio con el austríaco. No tenía mal ojo la joven reina, pues a su novio frustrado la historia le dio el título de Guillermo “el ambicioso”; tomó como esposa a la princesa Juana de Nápoles, la posterior reina Juana II de Nápoles, pero no tuvieron hijos.
Hedvig tenía que elegir marido y de los posibles candidatos, casi todos cristianos, Eduviges decidió casarse con el único que no lo era, el gran duque lituano Jagellón de Lituania, que seguía siendo pagano, 12 años mayor que ella, al que pidió como requisito previo que se hiciera cristiano. En su proceso de canonización se probó con los testimonios de la época que la joven reina llegó a esta decisión tras un largo trabajo interior, oraciones a los pies del Crucifijo de Wawel y consultas con el arzobispo de Gniezno, el obispo de Cracovia, Jan Radlica y los nobles del reino polaco. Su decisión obedecía a dos motivos: poder ofrecer al pueblo lituano –último pueblo pagano que quedaba en Europa– un bautismo cristiano y, por otro lado, los beneficios políticos de la unión de los dos pueblos. Jagellón aceptó.
El 18 de febrero de 1386 Hedvig se casó con él, que ya había sido bautizado con el nombre de Vladislao (Władysław) en Cracovia; tras la boda con la joven reina, fue coronado rey consorte de Polonia como Vladislao II Jagellón y, cumpliendo su promesa, en 1387 convirtió Lituania al cristianismo. Eran cosas de aquel tiempo que hoy nos resultan curiosas, pero en realidad la nación cambió de rumbo espiritual y los frutos perduran hasta la actualidad.
Reino polaco-lituano
Este matrimonio cambió verdaderamente la historia europea, trasladando la frontera de la civilización occidental a las fronteras orientales del recién nacido reino polaco-lituano, a la vez que situó a Hedvig entre las protagonistas de la evangelización del viejo continente, como fueron santa Clotilde y santa Olga de Kiev, que ya hemos mencionado.
A partir de entonces, Eduviges fue el verdadero “rey” de Polonia y no sólo la esposa del rey; tenía su propia cancillería y participaba activamente en la vida del Estado polaco-lituano. Ladislao Jagellón se preocupó por la conversión de su pueblo y Hedvig le ayudó en esta labor apostólica y misionera. Junto con su esposo, solicitó al Papa la erección de la diócesis de Vilna, recibiendo la respuesta positiva en 1388. La reina se ocupó de buscar los primeros misioneros para aquellas tierras y hasta de conseguir el mobiliario de las iglesias y los ornamentos litúrgicos para los sacerdotes.
Pero una vez abierto el camino para la cristianización de Lituania con los misioneros que envió desde Polonia, se hizo necesario proporcionar un clero local para asegurar la difusión del evangelio en aquellas tierras. Con ese fin, Hedvig decidió fundar un colegio en Praga para los futuros sacerdotes lituanos. En el documento protocolario de la escritura fundacional, explicó cómo esta fundación estuvo precedida de largas consultas e intensas oraciones.
Ya en su reino, creyendo que la Universidad de Cracovia también debía colaborar en la labor de evangelización, fundó la primera Facultad de Teología polaca el 11 de enero de 1397, con el consentimiento del Papa Bonifacio IX. La Reina se tomó tan a pecho esta obra que en su testamento dejó sus joyas y otras posesiones personales para que, incluso después de su muerte, pudiera crecer y funcionar a pleno rendimiento. Estas operaciones, aparentemente puras expresiones de mecenazgo, eran en realidad fruto de su fe madura y previsora. No olvidemos que entre los estudiantes ilustres de dicha facultad, frecuentó sus aulas muchos siglos después el joven Karol Wojtyla, futuro san Juan Pablo II.
La contribución de la reina a la cultura fue grande. Desde niña, Hedvig había sido educada en la lectura religiosa clásica: leía la Sagrada Escritura, el salterio, las homilías de los Padres de la Iglesia, las meditaciones y oraciones de San Bernardo, los sermones y pasiones de los santos, etc., algunas de estas obras fueron traducidas al polaco para ella y su corte. Así, por ejemplo, la reina encargó un salterio en tres versiones lingüísticas, llamado Salterio Floriano, que actualmente se conserva en la Biblioteca Nacional de Varsovia. Además, quiso dotar a sus hombres de cultura y a sus cortesanos de guías espirituales de prestigio, por lo que exigía al clero un alto nivel espiritual y cultural.
Al mismo tiempo, era tolerante con otras religiones y confesiones. Con este espíritu, llegó hasta la Rus de Kiev, de la que una parte era de sus territorios, allí fue bien recibida por los rutenos de Halicz, Lviv y otras regiones. Trabajó por la conversión de la Rutenia ortodoxa, por lo que conociendo el apego de los rutenos a la lengua eslava, fundó en Cracovia la iglesia y un monasterio de benedictinos eslavos, para celebrar allí la liturgia en rito eslavo. No se trataba de un intento de nueva cristianización de la Rus de Kiev en rito latino, sino de borrar la antigua animadversión de los ortodoxos rusos hacia los latinos y lograr un acercamiento mutuo de confianza.
Al lado de sus súbditos
Para facilitar a sus súbditos polacos, lituanos y rutenos acceder a los frutos espirituales de la Iglesia, apeló -como uno de los primeros reyes europeos- al Papa Bonifacio IX, para que le permitiera celebrar el Jubileo extraordinario de 1390 en su propio país. El Papa accedió a su petición, enviando a su legado en 1392 y con ello, Hedvig evitó a los fieles de Polonia las penalidades y peligros de la peregrinación a la tumba de Pedro.
Sin embargo, los asuntos de Estado no le impidieron ocuparse de las necesidades cotidianas de sus súbditos. Se tomó muy en serio la suerte de los enfermos, favoreció y promovió la fundación de nuevos hospitales y apoyó a los ya existentes. En una época de opresión feudal, defendió a los campesinos ante su propio marido y los magnates polacos. Así, en 1386, al enterarse de que los campesinos de una aldea habían sido despojados de sus bienes por los caballeros del rey, quiso que se les indemnizara no sólo por los daños materiales, sino que, preocupada por su dignidad humana herida, dijo apenada: “Hemos devuelto el ganado a los colonos, ¿quién les devolverá sus lágrimas?”.
Ayudó a los pobres y a los religiosos, benefició a los prisioneros y mejoró sus condiciones de vida. Trabajó por la liberación de los prisioneros de guerra y, a su vez, cuando su marido cayó en manos del enemigo, consiguió su liberación. Se dice que de sus ingresos sólo se quedaba con lo estrictamente necesario, donando todo lo demás a obras de caridad. Con estas cualidades intelectuales, con su singular santidad, se ganó al pueblo polaco, que apreciaba el corazón, la sabiduría y el amor de la reina por ellos.
A finales de junio de 1399 Hedvig, que en años anteriores había temido ser estéril, dio a luz por fin a una hija. Sin embargo, el ansiado alumbramiento fue tormentoso: la niña sólo vivió unos días y la propia Eduviges sufrió complicaciones muy graves, que la llevaron a la muerte el 17 de julio. Preocupada por la suerte de su cónyuge, preocupada por la solidez del reino y la continuidad de la dinastía, antes de morir aconsejó a su marido que se casara con Ana de Cilli, hija de Guillermo y sobrina del rey San Casimiro III. Su cuerpo fue enterrado junto al de la recién nacida en la catedral de Wawel de Cracovia.
Tenía sólo 25 años y durante sus 15 años de reinado se había ganado la reputación de reina justa y buena, hasta el punto de que los polacos empezaron inmediatamente a considerar su memoria como la de una santa, y florecieron numerosas leyendas sobre su santidad, que se consideró una tradición del país aunque no fuera canonizada formalmente.
Canonización
El 8 de junio de 1997, en la explanada Błonie de Cracovia, el Papa Juan Pablo II presidió la misa de canonización de la reina Hedvig ante una gran multitud. La homilía repetía, en varios momentos, una exclamación: “¡Gaude, mater Polonia!”. El Papa subrayó que su prestigio no procedía “de insignias reales, sino de la fuerza de su espíritu, la profundidad de su mente y la sensibilidad de su corazón”.
Más recientemente, el 8 de junio del 2022 el Papa Francisco, al final de la catequesis semanal de los miércoles, invitó a todos los presentes a invocar a la santa reina como intercesora por la paz en Europa, herida por la guerra: “Durante su canonización, san Juan Pablo II recordó que gracias a su obra Polonia se unió a Lituania y a Rusia. Confíense a su intercesión, rezando como ella al pie de la Cruz por la paz en Europa”.