Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Santa Juana de la Cruz: la monja que fue párroco y predicadora de fama


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La afirmación según la cual las mujeres no habrían tenido ningún papel relevante en el gobierno de la Iglesia durante siglos se puede tomar por verdadera, pero con importantes distinciones. Ciertamente en los siglos posteriores a la contrarreforma el papel de los laicos -mujeres y hombres- quedó bastante mermado en una Iglesia que reaccionaba fuertemente a las corrientes protestantes que negaban la autoridad del Papa, de los obispos y del clero. Tampoco sería honesto olvidar cuáles fueron los excesos clericales que habían llevado a los extremos protestantes.



Pero si nos fijamos en tiempos anteriores a dicha controversia, encontraremos casos, y no pocos, de mujeres que gozaron de una gran autoridad en la Iglesia. No en vano fue la intervención de dos mujeres, una de alta cuna -Brígida de Suecia- y otra de humilde condición -Catalina de Siena-, la que llevó a resolver una de las situaciones más penosas de la época, el destierro de los Papas en Aviñón. Y anteriormente, el Papa Gregorio VII había podido ejercer su tormentoso pontificado en buena parte gracias a otra mujer, Matilde de Canossa. Por no hablar, antes todavía, de mujeres ciertamente poco ejemplares pero muy poderosas como Marozia, amante del Papa Sergio III, que en el siglo X dominó la política papal durante un periodo de unos veinticinco años, influyó en la elección de hasta seis Papas y ordenó la muerte de algunos de ellos. Cosas de la historia.

Autoridad institucional

Pero se trató de intervenciones esporádicas, no muestras de autoridad institucional. Sin embargo, tenemos que recordar el papel singular de las abadesas del siglo VIII al XVI. La autonomía jurisdiccional de los monasterios femeninos pertenecientes a la familia benedictina y cisterciense, independientes de la autoridad episcopal local al estar directamente subordinados a Roma, implicaba que las abadesas tenían autoridad sobre el clero y la población del distrito, así como la posibilidad de ejercer muchas prerrogativas propias de los obispos, excepto aquellas estrictamente relacionadas con el sacramento del orden, por lo que se podría hablar de poderes “semiepiscopales”. No era infrecuente que a algunas abadesas se les permitiera ostentar los símbolos de la autoridad episcopal, como el anillo, la mitra y el báculo pastoral.

Además de ser responsables de la guía espiritual de las monjas a su cargo y de las necesidades de la vida religiosa de los fieles que habitaban el territorio administrado por el monasterio, las abadesas, en calidad de señoras feudales, también se encargaban de la administración de los feudos sujetos a su monasterio, con las consiguientes implicaciones legales y económicas. Actuaban, por lo tanto, como verdaderas soberanas, aunque fuera en un territorio limitado, al que a menudo también se le encomendaba la administración de la justicia civil y penal, tanto sobre los laicos directamente dependientes del monasterio como sobre el clero vinculado a él.

Papel relevante

Las abadesas asistían a los sínodos y firmaban los textos de los concilios en los que participaban; al dirigir las abadías, a menudo las convertían en importantes centros de estudios, encargos artísticos y dirección espiritual. Este fenómeno no era en absoluto esporádico, sino que se observaba en toda Europa: el Papa Honorio III escribe a la “hija amadísima, abadesa Jotrense (del famos monasterio de Jouarre, en Francia) que es cabeza y patrona de los presbíteros”. Y, en otro lugar, alude a “los clérigos de su jurisdicción sujetos a la abadesa.”. En Italia, a la abadesa cisterciense de Conversano se la describe, en cierta ocasión, bajo el baldaquino, revestida de mitra, báculo y estola y recibiendo el homenaje de todos sus súbditos, incluso del clero, que se arrodillaban ante ella y le besaban la mano como signo de obediencia; el gran Cardenal historiador, Cesare Baronio, la califica de “Mostrum Apuliae”.

Junto con el fenómeno de las abadesas, en este período surgió, especialmente en Alemania, el instituto de las canonesas, como Santa María de Überwasser y Santa Úrsula en Colonia, de las cuales tenemos evidencias desde el siglo IX. Consagradas por el obispo, ante quien profesaban los votos de castidad y obediencia, las canonesas dirigían monasterios con derechos reconocidos que testimonian su grado de autoridad: podían participar en las sesiones del capítulo de la catedral y de los sínodos diocesanos, y tenían poder disciplinario sobre el clero.

Monasterios dobles 

Otra singular realidad dentro del ejercicio de la autoridad femenina era la de los “monasterios dobles”. En 1099, Roberto de Arbrissel fundó la congregación benedictina de Notre-Dame de Fontevrault, donde convivían una comunidad masculina y una femenina, ambas bajo la autoridad de la abadesa, quien representaba a la Virgen María. Todos, hombres y mujeres, profesaban ante ella.

Fontevrault comprendía cuatro monasterios y la abadesa tenía plena autoridad; incluso el prior del monasterio masculino respondía a ella. La fórmula de la bendición abacial implicaba, de hecho, el poder de gobernar el monasterio tanto espiritual como temporalmente. Ella detentaba el poder supremo: elegía entre los novicios a quienes destinar al sacerdocio, recibía las profesiones religiosas, supervisaba la vida de la orden a través de visitadores por ella designados, quienes, aunque investidos de amplios poderes, siempre estaban subordinados a ella.

Jurisdicción casi episcopal

En ámbito español, un caso paradigmático pero no único, fue el de la abadesa de las Huelgas, en Burgos. Ejercía el gobierno “como lo hiciera una reina” de su extenso señorío, con la facultad de sentarse en el tribunal y ejercer justicia; recibía la profesión religiosa de los frailes del Hospital del Rey, daba licencias para los sagrados ministerios y confesiones en las iglesias y parroquias que estaban bajo su jurisdicción, expedía dimisorias para las órdenes sagradas, fulminaba censuras canónicas, se oponía a los obispos… en fin, con una jurisdicción casi episcopal que le permitía obrar en su territorio separado, como un obispo en su diócesis. Dirá un autor de la época que “ejercía esta doble jurisdicción en pacífica posesión, como es público y notorio”.

Mucho más podríamos hablar de estas mujeres con una autoridad en la Iglesia a la que hoy nosotros todavía no estamos acostumbrados, por muy avanzados que nos consideremos. Pero vamos a centrarnos en un caso concreto y singular por muchas razones, en tiempos ya cercanos a la reforma protestante. Se trata de Juana Vázquez Gutiérrez, o sor Juana de la Cruz, conocida también popularmente por Santa Juana y elevada por el pueblo a la santidad mucho antes de hacerlo la Iglesia en modo oficial. Había nacido el 3 de mayo del año 1481 a unos 14 kilómetros de Cubas, en Azaña (hoy Numancia de la Sagra), en dicha comarca toledana.

Vocación firme

Cuando cumplió los quince años, su familia le preparó un matrimonio con un caballero pudiente que a ella no le agradaba pues quería ser monja; y entonces Juana, vistiéndose con el traje de un primo suyo huyó de la casa paterna para realizar su deseo en el beaterio de Santa María de la Cruz, que ella convertirá en monasterio. Sus familiares fueron a buscarla, pero viendo su determinación, su padre cedió y le dio el consentimiento. Allí profesó al año siguiente con el nombre de Juana de la Cruz.

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Mujer de grandes dotes humanas y espirituales, hacia los 26 años comenzó a mostrarse en ella el carisma de la predicación, lo cual en un primer momento se concretó en sus pláticas a las monjas y después a las de otros monasterios, pero la cosa fue más allá. Con permiso de sus superiores, durante trece años predicará, según leemos, “para fortalecer la fe de los sencillos” y llamar a todos a la santidad, acudiendo a escucharla gente de todo tipo, hasta los grandes personajes de la época: el Gran Capitán, el Cardenal Cisneros, don Juan de Austria y el propio emperador Carlos V.

Influencia notable

Su magisterio caló hondo durante siglos en el alma del pueblo y en la espiritualidad de los conventos de todas las familias franciscanas. Es de destacar su influencia en las más celebres clarisas del siglo XVII, como Jerónima de la Asunción, Luisa de Carrión, Juana de San Antonio y la concepcionista Sor Maria de Jesús de Ágreda. Parte de su predicación está recogida en un manuscrito llamado “El Conhorte”, que contiene 72 sermones suyos, recogidos por Sor María Evangelista, monja del mismo convento, que también fue su primera biógrafa.

Además, obtuvo para el Convento de Cubas de la Sagra del Cardenal Cisneros un extraño privilegio, esto es, el del “beneficio” de la de la parroquia aneja al convento (que también fue elevado a “monasterio”), de modo que la potestad sobre dicha parroquia pertenecía a la abadesa y el que hasta entonces había sido párroco en realidad quedaba como capellán. No nos extrañe dicho privilegio, aunque es verdad que no es común ya en el siglo XVI. Siglos antes, como hemos visto, era más normal, con aquellos casos de jurisdicción femenina que no dejan de sorprende a los historiadores.

Gran colaboradora

La razón del privilegio concedido al convento de Cubas de la Sagra podemos decir que fue doble: por un lado se debió a la fama adquirida por Sor Juana a causa de sus visiones. Se trata de una época -nos cuenta el sacerdote Inocente García de Andrés, experto en la vida y obra de esta magnífica mujer- en que se prestó mucha atención a las visiones y profecías, y las mujeres videntes adquirieron mucho prestigio.

Pero hubo otra razón todavía más importante: se trató de un gesto de confianza del Cardenal Cisneros hacia Juana de la Cruz, que había sido gran colaboradora suya en la reforma de los franciscanos españoles, concretamente de las monjas, a través de su buen ejemplo y sus predicaciones. Sabido es que la reforma protestante no hizo tanta mella en los religiosos españoles como en otros países, en buena parte porque entre ellos habían empezado ya en tiempos de los Reyes Católicos algunas nuevas fundaciones como la de Beatriz de Silva o la congregación benedictina de Valladolid, y muchas experiencias de reforma que culminarán con personajes de la talla de Pedro de Alcántara, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Tomás de Villanueva, etc.; aquí se incluye también la labor del cardenal Cisneros y, entre las clarisas, santa Juana de la Cruz, fiel colaboradora por el bien de la Iglesia.

Dicho privilegio parroquial, signo de la confianza del Cardenal, sin duda debió causar desasosiego en algunos eclesiásticos y de hecho, poco después de la muerte del prelado, algunos de dichos eclesiásticos intentaron privar a las monjas de Santa María de la Cruz del beneficio de la parroquia argumentando que “las mujeres, aunque fuesen religiosas, no eran suficientes para tener cura de almas”, a lo que ella respondió pidiendo una bula papal que la confirmara “persona suficiente para estar en el servicio del curato por el monasterio”.

Intrigas monacales

A partir de esta petición, comenzaron una serie de intrigas en el monasterio, sin duda azuzadas por clérigos de fuera con la colaboración de algunas monjas de la comunidad, con el fin de que los superiores franciscanos destituyesen a sor Juana. Se consiguió dicha deposición, que culminó con el nombramiento como abadesa de la subpriora, la que más había intrigado contra sor Juana, como suele ocurrir en estos casos. Pero Dios, que hace justicia a los suyos, consiguió que pronto fuera sor Juana de la Cruz restituida a su puesto de superiora (y párroco), que llevó hasta su muerte.

Murió el día 3 de mayo de 1534 y enseguida fue proclamada santa por el pueblo, llegando a recibir culto público. Tras el Concilio de Trento, al no poder ser reconocida su santidad por “culto inmemorial” por no cumplirse los cien años que marcaban los decretos de Urbano VIII, hubo de seguir el camino normal. Fue declarada Venerable, según la costumbre de la época. Los escritos fueron la causa de la paralización del proceso, reemprendido en dos ocasiones, y una vez más en la actualidad.

Centro de peregrinación

El monasterio de Santa María de la Cruz, en Cubas de la Sagra (provincia de Madrid), es reconocido popularmente como el “Convento de Santa Juana” y es centro de peregrinación para todas las gentes de los pueblos de alrededor, de la comarca e incluso de lugares más lejanos. Contiene hoy en día la tumba con los restos de Sor Juana, que fueron quemados y dispersados durante la persecución religiosa española de los años 30, como si tales restos pudieran hacer algún daño al bien del progreso laico, pero que posteriormente se encontraron en los 80 y fueron colocados en la hermosa urna que hoy se venera en el templo de las religiosas.

Algunos llaman a santa Juana “mujer empoderada”, usando esta expresión muy del gusto actual. Ciertamente lo fue. Si bien en un artículo anterior manifesté reticencias en aplicarla a Mamá Antula, la fascinante apóstola de los ejercicios espirituales ignacianos en el Buenos Aires del siglo XVIII, sin embargo en el caso de la abadesa de Cubas de la Sagra hay que reconocer que tuvo una autoridad institucional que no era común en su ambiente y en su tiempo, fruto de un privilegio particular, por lo que fue envidiada y odiada. Ella usó dicho poder sabiamente y como servicio al bien de los demás, con la humildad y sencillez propias de una hija fiel de Francisco y Clara de Asís.