“Cuanto más amor se prodiga, más amor se tiene, y nadie es más rico en amor que el que más ama. Non haz más que un ser, en toda la creación, sacado del la nada por amor, y sólo por amor; creado a imagen y semejanza de Dios por amor, y sólo por amor…”
Así se expresaba años después el que había sido un joven intelectual y artista frívolo en los ambientes parisinos de comienzos del siglo XIX. Un recorrido humano y espiritual fascinante que le llevó desde los ateneos de moda en la capital francesa a los barrios más pobres de Madrid. Los años habían pasado y Dios le había hecho descubrir un modo diferente de vivir.
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Santiago Masarnau había nacido en Madrid el 10 de diciembre de 1805, siendo el tercer y último hijo de Santiago Masarnau Torres y Beatrice Fernández Carredano –un matrimonio acomodado en el que su padre era funcionario de la Corte– y en junio del año siguiente se trasladó con su familia a Córdoba. Podemos decir que la vida de Masarnau abarca prácticamente todo el siglo XIX, ya que nació en los últimos años del reinado de Carlos IV, una época de crisis por las repercusiones en España de la Revolución Francesa y las contradicciones de un régimen político y social en clara decadencia.
El año 1808 marcó su infancia de manera decisiva: por un lado, porque su madre, Beatriz Fernández Carredano, murió cuando él sólo tenía tres años; por otro, porque en ese año comenzó la Guerra de la Independencia contra la invasión napoleónica, con el consiguiente sufrimiento que provocan las contiendas, si bien ésta era una lucha legítima por la libertad de un pueblo. Precisamente en Córdoba se produjo un saqueo al iniciar la Guerra en el mismo 1808, cuando esta ciudad sufrió asesinatos, robos y violaciones por parte de las tropas francesas que duró tres días y sembró de terror a la población. Leemos que el general Dupont entró en Córdoba el 13 de junio de 1808 por la Puerta Nueva y sembró el pánico en la ciudad.
Vocación musical
Durante estos años Santiago comenzó a dar tempranas muestras de estar muy dotado para la composición y la interpretación musical e inició su formación en este campo con diversos maestros de Córdoba y Granada. Cuando la tormenta de la guerra terminó en 1814 y el rey Fernando VII ocupó el trono español, la familia Masarnau regresó a vivir a Madrid, donde su padre volvió a ocupar importantes cargos en la Casa Real. Santiago continuó su formación, primero en el Colegio de D. María de Aragón, regentado por los agustinos, y luego siguió estudiando matemáticas, entre 1820 y 1822, en los Reales Estudios de San Isidro.
Estos dos últimos años son muy importantes en su vida porque, siendo adolescente, fue testigo del llamado Trienio Constitucional, con la exaltación de los valores liberales que se extendió por todo el país. Así vemos que la simpatía por estas nuevas ideas es evidente en su juventud y primera edad adulta, hasta el punto de que cabe suponer que por ello su padre, en circunstancias poco claras, perdió el favor del rey. Siempre consideró como hechos injustos la retirada del título de Gentilhombre de la Real Casa, que tuvo lugar en 1819, y la destitución de su padre de sus cargos y oficios: tendría que esperar hasta 1843 para ser restituido definitivamente en el citado título.
Buscando un clima socio-político diferente y deseoso de completar su formación musical, Santiago abandonó por completo la idea de seguir la carrera de ingeniero de ferrocarriles. Viajó a París en 1825, pocos meses después de la muerte de su hermana Dolores, con el deseo de completar y perfeccionar su formación musical. Los mejores músicos –de Cherubini a Rossini, de Chopin a Liszt, de Paganini a Bellini, de Berilos a Beyerbeer– y numerosos cantantes en busca de afirmación, confluyeron en aquella ciudad.
Se abre así un periodo importante en la vida de Masarnau: sus estancias en el extranjero, París y Londres fueron los centros neurálgicos de este periodo. Se sumerge y comparte totalmente el clima cultural del momento, el Romanticismo, con toda la carga emocional e intelectual de la que es capaz. Viajó mucho, para aquella época, conoció y frecuentó la flor y nata de la intelectualidad europea y de los exiliados políticos españoles.
Durante este periodo, al tener que procurarse el sustento, decidió organizar conciertos para el público junto con el compositor español José Melchor Gomis. Al conocer la decisión de su hijo, su padre inició una intensa correspondencia con él –no menos de 240 cartas en cuatro años– para disuadirle de sus intenciones y animarle a ser fiel a sus compromisos cristianos y evitar el ambiente frívolo y mundano de París.
Esta estancia en el extranjero se vio interrumpida en varias ocasiones por viajes o paradas prolongadas en España. En la primera de estas ocasiones estuvo cerca de su padre en el momento de su muerte. En otras fue testigo de los excesos de los gobiernos liberales que ocuparon el poder tras la muerte de Fernando VII en 1833. Es un periodo de su vida en el que triunfa en todos los campos: profesionalmente, artísticamente, afectivamente (mantuvo relaciones con varias mujeres), pero sin que sin que ninguno le llene. Es el periodo del cumplimiento sólo formal de sus obligaciones religiosas.
Compromiso renovado
Todo ello le llevará a una crisis personal de insatisfacción que terminará cuando en 1838 se abra plenamente a la gracia de Dios: momento que sellará con una comunión en la iglesia parisina de Nuestra Señora de Loreto, preparada con una confesión general, el 19 de mayo: fecha que considerará su segundo nacimiento. Deseoso de vivir de forma activa su renovado compromiso, en junio de 1839 decidió entrar en las Conferencias de San Vicente de Paúl, fundadas seis años antes en París por un grupo de universitarios cuyo líder era el beato Federico Ozanam, que en el momento de la fundación tenía 20 años y al que Masarnau llegó a conocer. Fascinante la vida y conversión de Ozanam, que en otra ocasión hemos recordado en este blog, en algunos aspectos muy similar a Masarnau: los dos se alejaron de Dios en la juventud para después volver a él con nuevo entusiasmo que les llevó al amor a los pobres.
Las Conferencias proponían a los laicos un nuevo camino de santificación: su principal objetivo era, y es hoy, la ayuda caritativa a la nueva clase social nacida de la Revolución Industrial. Desde su ingreso en la Sociedad de San Vicente de Paúl, Santiago trabajó por el ideal cristiano que allí se proponía, se ajustó a sus estatutos de tal manera que pronto fue nombrado tesorero de su Conferencia, ubicada en la parroquia de San Luis d’Antin, dando ya claras muestras de confianza en la Providencia y de desprendimiento a favor de los pobres.
Por lo demás, su vida cotidiana cambió poco en los aspectos exteriores, aunque adaptó el estilo para atender a sus obligaciones, tanto laborales como vicencianas, y a una vida espiritual más intensa: oración asidua, participación diaria en la misa, comunión los jueves y domingos según lo habitual entonces, lectura de la biblia y devoción a la Madre de Dios.
Regreso a España
A pesar de su discreción, este cambio no pasó desapercibido a sus allegados y a todos los que le frecuentaron durante aquellos años. Sólo el testimonio de su vida propició la conversión del famoso político Juan Donoso Cortés, que más tarde se uniría a las Conferencias Españolas. El profundo sentimiento de cercanía a Dios llevó a Masarnau a plantearse el ingreso en la vida religiosa, pero la insistente llamada de su hermano Vicente desde Madrid, que le quería como Vicerrector y profesor de Música en el Colegio que había fundado en la calle Alcalá –después trasladado a la villa de Vallecas– le hizo regresar definitivamente a España en 1843.
Masarnau se convirtió así en instrumento para fundar la Sociedad de San Vicente en España, tan necesitada de Institutos de este tipo en las difíciles circunstancias políticas y sociales que la caracterizaban. La empresa no fue fácil, pues era conocido en su ciudad natal como artista y hombre de mundo, y desde luego no como hombre de caridad; aparte de otras muchas dificultades, de todo tipo, que encontró en el camino.
Humildemente y en silencio comenzó su labor vicenciana en hospitales, hospicios y otras instituciones sociales de la época, donde visitaba a los ingresados, les ayudaba e impartía clases gratuitas de música, como medio para su rehabilitación, como en el caso del Real Hospicio de Madrid, obra de Pedro Ribera. También apoyó la incipiente labor en favor de las mujeres marginadas que iniciaba la madre Micaela del Santísimo Sacramento, fundadora de las Adoratrices. De esta época tenemos la siguiente descripción: “Vivía como una monje en una habitación del colegio de su hermano. Durante algún tiempo tuvo intenciones de hacerse trapense. En Madrid se dedicaba a la piedad, a la música y a su querida obra de las Conferencias de San Vicente de Paúl, cuya práctica trajo él a España”.
Actividades caritativas
Encontró numerosas dificultades, como ya se ha dicho, para establecer la Sociedad de San Vicente de Paúl en su patria. Finalmente, el 11 de noviembre de 1849, junto con dos profesores del Colegio, Vicente de la Fuente y Anselmo Ouradou, fundó la primera de las Conferencia españolas. En los dos años siguientes obtuvo la aprobación eclesiástica y civil de la Sociedad, que poco después inició una espectacular expansión tanto por el número de socios como por la cantidad de obras benéficas que realizaba. Durante estos primeros años contó, entre otros, con el apoyo del santo obispo Antonio María Claret y la periodista Concepción Arenal, pionera del feminismo español que participó en las Conferencias Femeninas en un momento de su vida. También se dedicó en aula Sociedad a dar una sólida formación a sus miembros, recordándoles que su fin último era su propia santificación y no sólo la realización de obras de caridad.
Pero este marco de buenas obras y participación se vio interrumpido cuando en 1868 un decreto del gobierno revolucionario suprimió la Sociedad, sin justificación alguna. Muchas voces se alzaron en defensa de las Conferencias, Masarnau aceptó esta decisión como una prueba de la Providencia y junto con un grupo de fieles colaboradores, intensificó sus actividades caritativas. Acudía personalmente a visitar cada semana a 100 familias necesitadas y practicaba las virtudes cristianas de forma heroica, según el testimonio de muchos. Algunas Conferencias siguieron funcionando en la clandestinidad, cambiando el lugar de reunión y cambiando el nombre de Conferencias por el de Secciones.
De este tiempo su biografía nos narra algunas anécdotas:
“Así se le vió atraversar Madrid un día en que asolaba las calles mortífero fuego del combate, para llevar el pan a una infeliz que sin él hubiera perecido de hambre, dejándola absorta al verle entrar en el obscuro rincón que habitaba; así otra vez, al llegar a una miserable buhardilla en que había fallecido un pobre que él socorría, y encontrarse que los sepultureros se negaban, por un pretexto nada loable, a descender el cadáver, a pesar de las súplicas de la desolada viuda que les hacía ver su extremada pobreza, se le vio tomar a cuestas aquél en unión del que le acompañaba, y entregarlo al pie de las escalera a los enterradores, que mudos de asombro y avergonzados le seguían”.
Con la restauración de los Borbones en el trono español, la Sociedad fue legalmente restablecida y sus bienes confiscados le fueron devueltos en 1875. A pesar de tener ya 70 años, Masarnau se dedicó a la reorganización de la Sociedad y, en siete años, consiguió reavivar la piadosa obra iniciada e injustamente destruida.
Los sufrimientos de la gran prueba a la que había sido sometido, la edad y la muerte de su querido hermano en 1879, fueron las causas del empeoramiento de su salud, que se volvió incierta y precaria. Varias veces pidió ser sustituido como presidente, pero fue en vano. El 1 de junio de 1882, convocó al Consejo Superior y presentó su dimisión irrevocable.
Un verdadero padre
A principios de diciembre, su salud se deterioró aún más y se consideró oportuno aconsejarle que se preparara espiritualmente. Aceptó la noticia con la humildad de un cristiano viejo y la serenidad del justo. Dictó y firmó un documento a los miembros de Madrid para que pudieran asistir al momento solemne en que recibió el viático. Poco antes de morir, y cuando ya le fallaba la vista y su lengua articulaba con dificultad las palabras, al ver a los pies de su lecho a una pobre mujer que le visitaba, ordenó que le dieran 40 reales. Así murió como había vivido: haciendo caridad.
Su muerte, el 14 de diciembre de 1882, conmovió profundamente a los miembros de las Conferencias, pero también a muchos pobres y menesterosos que habían tenido en él a un verdadero padre. Su funeral se convirtió en una manifestación espontánea de admiración y gratitud por parte de quienes tuvieron la suerte de conocerle y tratarle.
El proceso de canonización se inició bastantes varios años después de su muerte, debido a la urgencia de las Conferencias por destinar sus limitados recursos económicos a los pobres, en el contexto socioeconómico desfavorable de la España de finales del siglo XIX y principios del XX. Cuando las cosas mejoraron e inició su camino hacia los altares, apareció clara en la investigación correspondiente la grandeza humana de Masarnau, que en vida se hizo famoso como hombre de cultura y músico, y como tal es recordado por muchos, aún hoy: compositor perteneciente al Romanticismo, brillante pianista, hombre de fama como profesor de música en las altas esferas de la sociedad y como estudioso de las nuevas corrientes de la filosofía y la literatura; pero luego, una vez encontrada su verdadera vocación, el amor a Dios le llevó a la dedicación a los pobres, fue también conocido por sus iniciativas caritativas cuyos frutos todavía hoy son abundantes. Todo un camino de configuración con Cristo, con quien se encontró definitivamente por las calles de París.